La demagogia es lo opuesto a gobernar. Es, de hecho, el desgobierno. El demagogo plebiscita su gestión en un presente continuo. Hace lo que la mayoría quiere, o supone que quiere. Su mayoría.

Y sabemos que, excepto en elecciones populares de autoridades y representantes, las mayorías a veces se equivocan. Sobre todo en asuntos técnicos y científicos, que no pueden delegarse al capricho de las masas, a prejuicios colectivos, a fantasías ideológicas, a fanatismos de cualquier índole.

Incluso en la cultura y en las artes, lo popular a veces riñe con la excelencia, aunque este es un debate profundo y complejo, que entra en el orden de la estética filosófica.

Netflix, por ejemplo, hace un tiempo eliminó el ranking de series y películas basados en el voto popular, donde la gente podía puntuar a una producción con estrellitas, de una a cinco.

Con este sistema se conformaba una lista casi siempre injusta, muchas veces chabacana y pochoclera, que relegaba e invisibilizaba a creaciones premiadas y de gran calidad.

El propio Netflix resultaba perjudicado con este método, porque destacaba contenidos pobres, frívolos o vulgares y se presentaba como una plataforma de baja calidad.

Fue reemplazado, en cambio, por una lista (top ten) de tendencias generales, sin puntajes ni votos a la vista, que tampoco aparece en primer término como el viejo ranking.

Con este cambio, el gigante del cine on demand dio muestras de entender, y de paso nos contó, que la demagogia era un pésimo aliado de su negocio.

Promesas sobre el bidé

El diccionario nos enseña que populismo y electoralismo son los sinónimos más cercanos a demagogia.

“Si yo decía lo que iba a hacer no me votaba nadie”. Famosa frase que se le adjudica erróneamente a Carlos Menem, cuando en realidad su autor fue Guillermo Vilas, quien la dijo en tercera persona (“Si él decía lo que iba a hacer…”), en referencia a Menem -de allí la confusión-, durante una entrevista con Bernardo Neustad, en 1990.

Sincericidio que, con algunas variantes, repetiría Mauricio Macri: “Si yo les decía a ustedes hace un año lo que iba a hacer y todo esto que está sucediendo, seguramente iban a votar mayoritariamente por encerrarme en el manicomio. Y ahora soy el presidente”, reconoció en 2016, durante un congreso de la Asociación Cristiana de Dirigentes.

El electoralismo es otra forma de demagogia, no muy distinta del fraude.

A primera vista, las políticas demagógicas parecen beneficiosas para el ciudadano, pero a la larga descubrimos que sólo persiguen el beneficio del político que las formula.

Más cerca nuestro, si contrastamos las promesas de campañas, dos, del gobernador Juan Manzur, con lo que luego terminó plasmando en su gestión, tendremos otro ejemplo palmario de electoralismo. “Si yo decía todo lo que no iba a hacer no me votaba nadie”, parafraseando a Vilas.

La imagen que se hizo viral en las redes, el 8 de noviembre pasado, de Manzur inaugurando una canilla en un predio de Alderetes, ¡con 20 autoridades a la vuelta! es quizás la metáfora que mejor sintetiza las consecuencias del electoralismo.

No fue la primera vez. El 18 de diciembre de 2018, otra foto del gobernador abriendo una canilla por primera vez, rodeado de un pelotón de gente aplaudiendo, explotó en las redes sociales.

El epígrafe de la imagen viralizada advertía que el presupuesto provincial de ese año superaba los 80.000 millones de pesos.

Este año se terminó de pagar, al estudio arquitectónico del célebre César Pelli, la etapa de diseño del proyecto para construir un Centro Cívico frente al ex Arsenal, que permita descentralizar la administración pública.

Este plan fue anunciado por Manzur durante la campaña electoral de 2015.

Si hicieron falta toda una gestión y un cuarto de otra para terminar de pagar los planos, estimamos que serán necesarios unos diez mandatos de Manzur para concluir las obras.

El aborto popular

Populismo es el primer sinónimo de demagogia que nos devuelve el diccionario. “Doctrina política que se presenta como defensora de los intereses y aspiraciones del pueblo para conseguir su favor”, define su segunda acepción. La primera, refiere al movimiento político ruso de finales del Siglo XIX.

La demagogia es un desgobierno porque le cede a la “opinión pública” las responsabilidades que, a través del voto popular, le fueron otorgadas al gobernante y a los representantes del pueblo.

Nos recuerda al diputado nacional Facundo Garretón (PRO), quien en medio del debate por la legalización del aborto, en 2018, decidió encomendar su voto, por sí o por no, al resultado de una encuesta on line.

Argumentó que tenía dudas, sentimientos encontrados, y que acabaría votando lo que decidiera la gente.

Si bien la votación de los casi 15.000 participantes dio a favor del aborto, 50,87% contra 48,87%, el diputado tucumano terminó votando en contra del proyecto.

Su justificación luego fue que aunque a nivel nacional ganaba la aprobación de la legalización del aborto, en su provincia la mayoría estaba en contra.

Consecuencias desafortunadas de transferir a la “opinión pública” -esa entidad abstracta que sabe de todo y por eso no sabe nada- responsabilidades que le son propias, en una especie de sobredosis democrática, a las claras populista.

Porque más democracia no siempre es sinónimo de mejor democracia.

Hay temas que son electivos, plausibles de una consulta pública, y otros que necesariamente deben someterse al verticalismo de una voz autorizada, facultada.

Nadie imagina que una familia pueda funcionar en plenitud si cada decisión se somete a una votación: tomamos o no el medicamento, vamos o no al colegio, trabajamos o no trabaja nadie.

Hay otros temas del hogar que sí pueden plebiscitarse, porque no ponen en riesgo la vida o la integridad de nadie, como por ejemplo, qué gaseosa compramos, qué película compartimos, a qué juego de mesa jugamos.

Con los gobiernos pasa exactamente lo mismo. El “exceso” de democracia -la demagogia- es un placebo que nos otorga una fugaz felicidad imaginaria, mientras nos hipoteca cada vez más el futuro.

La capital del norte

El Gran Tucumán, quinta área metropolitana más populosa de Argentina, viene siendo víctima desde hace décadas de estas tres enfermedades de la antipolítica: electoralismo, populismo y demagogia.

Pese a que se dieron algunas señales diferentes, de cambio, más a la moda actual, disruptivas, sobre todo en los tres municipios más grandes de la ciudad (capital, Yerba Buena y Tafí Viejo) aún son harto insuficientes. En la balanza, los anuncios todavía siguen pesando mucho más que las concreciones.

Un ejemplo es la reforma urbanística que el colapsado, invivible y asfixiante microcentro pide a gritos hace ya más de tres décadas.

Algunas culpas son compartidas por las administraciones y otras tienen nombre y apellido.

La descentralización de una administración pública de dimensiones chinas es una deuda que tiene firma: Manzur, dos veces, Alperovich, tres veces, Miranda, Bussi, Ortega…

El transporte público mejorado, ampliado y diversificado (trenes, por ejemplo), es un pasivo que firman esos mismos hombres.

La extensión de peatonales y semipeatonales, la ampliación de veredas, la creación de ciclovías y transportes públicos alternativos y el aumento de los espacios verdes y la recuperación del cauce y los bordes del río más importante de la ciudad, es un atraso compartido entre intendentes y gobernadores.

El inicio de las obras de semipeatonalización en 25 de Mayo causó una grata sorpresa entre los urbanistas y los amantes del urbanismo. Una tendencia mundial saludable, la de empoderar al peatón en los cascos urbanos, que mejora la calidad de vida de las ciudades en muchos aspectos, y expulsa al automóvil particular de los sectores neurálgicos.

El intendente Germán Alfaro arrancó con el pie derecho de los anuncios y siguió con el pie izquierdo de las ejecuciones.

El Mercado del Norte fue la gran promesa de campaña para su segundo mandato como alcalde. Esa fue su respuesta cuando se le preguntó qué obra pondría al principio de la lista de sus anhelos: Recuperar el Mercado es mi sueño, respondió.

La Plaza Independencia se quedó sin gas a medio camino. Las obras recomenzaron pero los plazos de finalización se duplicarán o triplicarán.

¿Por qué es una constante en Tucumán que las obras públicas no se concluyen en tiempo y forma?

Igual con las ciclovías. Tantos proyectos juntan polvo en el Concejo Deliberante mientras el stock de bicicletas está agotado desde hace meses en la provincia. La demanda de la gente siempre viaja tan lejos de la oferta de sus dirigentes.

Así ningunearon Alperovich y Manzur durante 17 años la tragedia de las cloacas, de la falta de agua, de las inundaciones… Hoy, la indignación de los vecinos les llega al cuello, claro que no alcanza para perder una elección “acoplada” de antemano.

La reanudación de las obras de las semipeatonales, que coincidió con la asunción del nuevo secretario de Obras Públicas, Alfredo Toscano, y la inmediata posterior renuncia del subsecretario de Planificación Urbana, Luis Lobo Chaklián -sólo una coincidencia- trajo un poco de brisa fresca a esta urbe contaminada.

Alfaro decidió dejar de hacer demagogia con los automovilistas, los taxistas, los colectiveros y algunos comerciantes, que son pocos pero gritan fuerte, y decretó modernizar el centro -al menos empezar- de una ciudad diagramada hace 200 años, pero con el tránsito y la población actual.

Gobernar es hacerse cargo de tomar decisiones, muchas veces incómodas. Lo contrario es la demagogia, que descansa en la reposera de los inútiles, mientras la vida se nos va como el agua por una canilla.