El microcentro feroz y una lágrima por el Rey del Kipe

El microcentro feroz y una lágrima por el Rey del Kipe

El microcentro feroz y una lágrima por el Rey del Kipe

Llegar con el auto o con la moto al corazón del microcentro es una obsesión tucumana digna de estudios sociológicos. El embotellamiento es el destino inevitable, pero no importa: allá vamos. Como Marlow en “El corazón de las tinieblas”, río arriba y condenados al horror de los bocinazos y las esperas interminables. Pero subrayemos que las responsabilidades son compartidas. Si quienes deberían desalentar esa práctica -nociva desde todo punto de vista- terminan alentándola con decisiones políticas de ocasión... Pues bien, a no echarle toda la culpa al ciudadano por el pandemónium de las horas pico. Entonces el Registro Civil tendrá nueva sede, inversión multimillonaria de por medio, y con absoluta lógica tucumana se alzará en pleno microcentro. Siete pisos de los cuales tres se emplearán para “dependencias estatales” todavía no especificadas. En resumen, otra oportunidad de descentralizar la administración pública que se pierde. Consecuencia: más gente hiperconcentrada en un radio de poquísimas cuadras.

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Se acercó a LA GACETA el lector Manuel Sancho Miñano con un pedido. Les recuerda a las autoridades que al fondo de la propiedad de 24 de Septiembre 848 sobrevive un ejemplar de mato, especie autóctona que lentamente va esfumándose del paisaje urbano. Y solicita que tengan cuidado al momento de iniciar las obras, no vaya a ser cosa de que por algún descuido se produzca un arboricidio. No debería suceder, desde el momento en que la Comisión de Patrimonio aprobó el proyecto con la condición de que la casona se preserve, aunque nunca está de más la advertencia. La cuestión es que el Registro Civil funcionó allí hasta que la casa, extenuada, dijo basta; entonces la repartición inició un periplo cuya primera parada fue el ex Banco Provincia, frente a la plaza Independencia. Con lo que este plan de retorno del Registro a la calle 24 termina siendo fruto de una hibridación edilicia: conservar el inmueble original adelante; construir la torre de siete pisos detrás. Más tucumanidad, imposible.

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Coincidencias históricas (¿o sincronicidades jungianas?): en abril se cumplieron 100 años desde que la casa pasó a orbitar en el Estado. La compró la Caja Popular y muy poco después, en octubre de aquel 1922, se la vendió al Gobierno provincial. Jamás estuvo construida ni pensada para albergar una dependencia como el Registro Civil. La intención era instalar allí una Academia de Bellas Artes, carta que durmió en el buzón de las buenas intenciones hasta que el antiguo Departamento de Agricultura se hizo cargo de la propiedad. De allí, como una pelota que corre de mano en mano, pasó a revistar bajo el paraguas de la Estación Experimental, que montó una exposición agrícola y oficinas para que los productores no tuvieran que trasladarse al Colmenar cada vez que necesitaran despejar alguna duda. Tiempos, claro, en los que la consigna era centralizar... en el microcentro. Esto fue allá por 1936. La mudanza del Registro Civil a la casona se concretó durante la gestión de Amado Juri, alrededor de 1975. Y allí se mantuvo hasta que -como había quedado dicho- ya no fue posible seguir poniéndole parches a una estructura agotada. Pero el buen descanso que merece este mojón en el catálogo patrimonial de la capital, tal vez con alguna finalidad museística o netamente cultural, quedará para otra ocasión. Todo ante la apacible mirada del mato (conocido también como guayabo colorado), testigo de una historia larguísima a la que se agregan nuevos capítulos.

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La clave pasará siempre por la capacidad de combinar con precisión, buen gusto, funcionalidad y sabiduría arquitectónica lo nuevo y lo viejo. Por cuidar el patrimonio e integrarlo con la mayor armonía posible a los requerimientos de la ciudad y de sus vecinos. Tucumán cometió innumerables salvajadas en este sentido, desde el aniquilamiento de joyas de nuestro pasado al compás de la piqueta, hasta intentos poco felices de mezclar fachadas antiguas con armazones de vidrio y metal. Hace falta un cuidado muy especial, muy fino, cuando se trata de experimentar con estos perfiles. De allí el interés que ya está generando el Paseo del Norte, denominación con que la Municipalidad le extendió el certificado de defunción al concepto de “mercado”. Las palabras jamás serán caprichosas; están colmadas de sentido. Y si figuran con gigantesca letra de molde en la cartelería, más claro aún. Será un “paseo”, ya no un “mercado”, aunque Germán Alfaro haya intentado cierto equilibrio discursivo hablando de un “mercado moderno”. “Será un centro comercial, no un shopping”, agregó, como atajándose de alguna crítica cuando ya no hace falta. Ante la política de hechos consumados, ¿para qué dar tanta vuelta? En fin. Y algo más: el intendente metaforizó el futuro del emprendimiento infligiéndole una estocada al almita popular del panchuque. Puede haberse ganado el enojo -que de todos modos será siempre pasajero- de la patria panchuquera instalada en el microcentro, pero se entendió muy bien lo que quiso decir. Del mercado quedará sólo la fachada, la cáscara; el resto será pura modernidad. “Levantar la vara”, sintetizó Alfaro. “¿Dónde está El Rey del Kipe?”, podrá preguntarse, con toda la razón que apuntala el sentimiento, el tucumano que de repente -tal vez muy pronto- haga pie en el patio de comidas del futuro Paseo del Norte.

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La que levantó la vara, al menos desde lo simbólico, es la feria de Simoca. Desde el sábado pasado forma parte del Patrimonio Cultural Inmaterial de Tucumán. ¿Qué es esto del Patrimonio Inmaterial? Según la Unesco (la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) se trata del conjunto de prácticas, expresiones, saberes y técnicas que se transmiten de generación en generación en el seno de una comunidad. El de la randa es un ejemplo clásico. Pues bien, tratándose de una tradición que se remonta hace siglos, la feria forma parte de la memoria de los simoqueños y constituye, en sí misma, un bien patrimonial. Lo valioso es que la potencia de una declaración de esta naturaleza no quede en los papeles. Es un reconocimiento a la feria, pero a la vez interpela a sus organizadores para que la mejoren desde todo punto de vista. Muchos visitantes se quejan de las comodidades, o de la calidad de los servicios, o de los precios. Conviene escucharlos, tengan o no razón en alguno de sus planteos.

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Es que conformar a todos no forma parte de lo posible, pero si la comunicación es clara y completa ayuda a mirar las cosas de otra manera. Sucedió con la plaza Independencia: cuando se quiso explicar por qué se hizo lo que se hizo ya era tarde. Desde que la volatilidad digital empezó a bajar línea infinidad de especialistas intentan entender cómo se forma la opinión pública, pero todos coinciden en que lo primordial es no resignar la iniciativa. En otras palabras, hay que primerear. Pongamos el ejemplo de San Francisco: se sabe que la fachada de la iglesia era azul-celeste. Por eso, cuando concluyan las obras de restauración, si la intención es recuperar el color original -lo que sería un acierto gigante- los cómo y los por qué deberán estar listos de antemano. De lo contrario, Tucumán no perdona.

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