La pérdida de Malvinas es una pesadilla eterna

La pérdida de Malvinas es una pesadilla eterna

La pérdida de Malvinas es una pesadilla eterna
27 Marzo 2022

Por Jorge Daniel Brahim

Para LA GACETA - TUCUMÁN

Escena bautismal

Hubo una mañana fría, cuajada de escarcha. Hubo un alumno arropado con desmesura que concurría a clase tiritando mientras gozaba de la pequeña niebla difusa que alrededor de su boca formaba su respiración anhelante. Hubo dentro del aula gélida un pizarrón en cuya superficie se ilustraba, con tizas multicolores, lo que parecía ser una mariposa con las alas abiertas y, un poco debajo, las letras coquetas de la frase iniciática, inolvidable. Y hubo una maestra que, en tono solemne y puntero mediante, la leyó en voz alta: “Las islas Malvinas son argentinas”. Ese día supimos de una vez y para siempre lo que Malvinas significaba.

Ellas -mejor dicho, su falta- eran la causa de que nuestro territorio estuviera mutilado, incompleto, con una herida sin cicatrizar por donde se vertía nuestro honor; la efusión, entonces lo comprendimos, no era de sangre sino de dignidad. Aprendimos también que nuestra nación era una madre multípara que acogía en su seno feraz la prole de 24 provincias, pero a quien los ingleses le habían arrebatado la más leve, la más minúscula, la más amada de todas (“¡ningún suelo más querido / de la patria en la extensión!”). La señorita Amalia, la maestra, nos tocó el alma: “Es nuestra hermanita perdida”. El símbolo no dejaba de ser diáfano a pesar de la corta edad de los que la oíamos. Se trataba de nuestra prosapia lacerada, de un bien de familia mancillado. Fue el momento en el que internalizamos un concepto sublime al que debíamos honrar si de veras queríamos ser parte del “glorioso” pueblo argentino: Malvinas era un mito fundante, un ideal sagrado, un bien de familia, pero además una realidad a resolver. Era la pieza preciada que nos faltaba y que debíamos recuperar para terminar de armar el rompecabezas patrio; sin Malvinas éramos un país en falta. Y sin quererlo, ¡claro que no!, la maestra, nos estaba inoculando el germen de un nacionalismo irreflexivo; tanto, que a la larga terminó perjudicándonos.

Pretérito imperfecto

Hubo un año, 1829; un mes, junio; y un día, el 10, en el que Luis Vernet se convertía en el primer gobernador argentino de Malvinas. Hubo otro año, 1833; un mes, enero; y un día, el 3, en el que Inglaterra desalojó por la fuerza al grupo argentino y usurpó el archipiélago. Rosas -tirano y sanguinario para la historia canónica, defensor de la soberanía nacional y paladín del federalismo para el revisionismo-, que gobernaba Buenos Aires con la suma del poder público y el poder delegado de las provincias para gestionar las relaciones exteriores, se desentendió del problema (¡ay!); peor aún, en 1838 su ministro Arana instruyó a Manuel Moreno, embajador en Londres, para que negociara el canje de Malvinas por la deuda del empréstito de la Baring Brothers de 1824. Tuvieron que pasar 51 años para que recién la diplomacia argentina reclame las islas a Londres. Fue en 1884 y el presidente era Roca (¡ay, ay!), un cipayo y genocida para el neorrevisionismo, aunque la historia canónica lo exalte como el impulsor del Estado moderno y el estratega de la “conquista de desierto” que consolidó nuestra posesión de la Patagonia.  

Hubo otro año, venturoso, 1965; un mes, diciembre; y un día, el 16, en el que la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó la Resolución 2065 que destrabó el conflicto y obligó a que Inglaterra se sentará a discutir la soberanía con la Argentina. El dictamen establecía que las partes en disputa no incluían a los isleños, a quienes sí se le reconocerían sus intereses, pero no sus deseos; además, se debía aplicar el principio de integridad territorial y la solución se instrumentaría por medios pacíficos.  El embajador ante la ONU era Lucio García del Solar; y el presidente argentino, Arturo Illia.

Hubo otro año, 1971; un mes, julio; y un día, el 1°, en que se suscribió el Acuerdo de comunicaciones y movimientos entre Malvinas y el continente argentino, que le permitió a la Argentina “hacer pie en las islas” mientras le brindaba a los kelpers múltiples servicios, entre ellos el de provisión de combustible a través de la emblemática YPF; y, al mismo tiempo, a Inglaterra le resultaba cada vez más oneroso sostener “islotes” que se encontraban a casi 16.000 kilómetros de Londres. Se sucedieron las conversaciones bilaterales y las diplomacias creativas propusieron como hipótesis de trabajo un condominio y hasta la figura del retroarrendamiento. Nunca estuvimos tan cerca de alcanzar el acuerdo por la soberanía.

Hubo otro año, aciago, 1982; un mes, abril; y un día, el 2, en que la dictadura argentina de manera inconsulta, decidió recuperar las islas de madrugada. Allí fueron buzos tácticos y comandos de elite con las caras tiznadas. En esa primera escaramuza cayó el capitán Giachino y junto con él la resolución de 1965 y los acuerdos de 1971, pero, además, y sobre todo, cayó la posibilidad de recuperarlas por la vía pacífica. El TIAR frente a la OTAN. Sólo que el TIAR nunca actuó, mientras la OTAN le proporcionó a Inglaterra logística, informaciones satelitales y discursos de apoyo.

Fueron 74 días de palabras y de sangre: de sangre, sacrificio y heroísmo en las islas, y de palabras, mentiras y triunfalismo en el continente. Y entonces llegó, inexorable, otro mes, junio; y un día, el 14. La rendición. La realidad aplastante, la autohumillación por la derrota y la ira colectiva de aquellos mismos que batieron el parche de sus manos enrojecidas frente al desaforado Galtieri que había desafiado urbi et orbi: “¡si quieren venir que vengan!”.

Postrimerías

Hubo, finalmente, otros años, largos, 40 en total, que transcurrieron hasta el día de hoy, 27 de marzo de 2022, en que usted lector lee estas líneas y carga, seguramente, con la misma desilusión de quien esto escribe, y que fue aquel niño todavía inocente que en 1968 cursaba el primer grado, mientras la sombra del Mayo francés cubría el mundo para mitigar la supuesta insolación del racionalismo y de la ilustración cientificista. Es que el sueño de ver la “azul y blanco celestial” flameando en Puerto Argentino no tan sólo parece ser una quimera irremontable, sino que el tema Malvinas y su resolución están tan lejos de nuestra política de Estado y de la agenda internacional como lejos está la Gran Bretaña del archipiélago. Despertar de ese sueño lábil nos devolvió a una realidad de desolación interminable. El sueño ilusorio de Malvinas se transformó hoy en una pesadilla. Esa pesadilla de su pérdida dolorosa e irreversible (“brille ¡oh Patria!, en tu diadema / la perdida perla austral”) hoy nos parece eterna.

Para ir concluyendo, no está mal mirar el mapa y sorprendernos de la posición del archipiélago en el continente. Si a la Argentina la homologásemos a texto escrito, las islas Malvinas, perdidas en el margen inferior, geográficamente, no dejan de ser una nota al pie. Ahora, si la consideráramos históricamente, la paradoja es mucho más sorprendente. La irrelevancia geográfica adquiere en lo histórico-político una dimensión difícil de explicitar. En ese supuesto texto, ahora histórico, Malvinas es la letra capital que encabeza la página de las epopeyas fundacionales de nuestra patria, aunque parte de ella permanezca todavía en blanco. Por eso el tema Malvinas será siempre para los argentinos un tajo lacerante que duele y sublima al mismo tiempo. Por Malvinas nos sentimos desvalidos, humillados, deudores, incompletos, pero a la vez fuertes, soberbios, acreedores y vitales. Del interlocutor y las circunstancias depende esta bipolaridad.

En la hora actual tal vez lo más apropiado sea cambiar el enfoque. En vez de preguntarnos, como es de rigor, qué podemos hacer por las islas, acaso sería más pertinente pensar qué es lo que Malvinas hizo de nosotros.

¿Nos hizo, acaso, seres comprometidos con su recuperación pacífica o nos mantenemos indolentes a su destino? ¿Dejamos de ser, por ella, un conglomerado individualista para transformarnos en una nación solidaria? ¿Nos convirtió en patrioteros, esa caricatura burda del amor a la patria, o nos obligó a asumir el rol de patriotas, esa exaltación severa y excelsa del genuino sentimiento argentino?

Temo que al indagar en profundidad las posibles respuestas no sean auspiciosas las conclusiones que saquemos de nosotros mismos.

© LA GACETA

Jorge Daniel Brahim - Editor.

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