Crónicas de guerra II: Los bravos de Tumbledown y Dos Hermanas

Crónicas de guerra II: Los bravos de Tumbledown y Dos Hermanas

Los soldados comandados por el mayor Oscar Jaimet debieron afrontar uno de los ataques más feroces lanzados por los británicos. Resistieron hasta el final bajo un infierno de fuego. Por José María Posse - abogado, escritor e historiador.

06 Febrero 2022

Los ingleses ya habían tomado posiciones al norte de la isla para el ataque final. Luego del desembarco en San Carlos, prácticamente de forma simultánea, atacaron Darwin y Pradera de Ganso. Con la ayuda de helicópteros trasladaron tropas hasta el Monte Kent y desde allí iniciaron el ataque decisivo. Pero les faltaba asegurar las fortificaciones de los argentinos en los estratégicos montes Dos Hermanas, Longdon y Tumbledown; allí se esperaban los combates más encarnizados. Al fuego naval nocturno, se le sumó la artillería de campaña diurna, acompañada de morteros de 81 milímetros. El bombardeo era continuo y persistente; a los británicos parecía no acabárseles nunca sus municiones.

Las armas enemigas disparaban desde los cuatro puntos cardinales. Al principio comenzaron a tirar desde el este, detrás del Monte Kent. A medida que fueron avanzando y ocupando nuevas posiciones, se agregaron bombardeos desde el norte y el sur. Los barcos cerraban los 360 grados, atacando desde el oeste. Además estaban los bombardeos aéreos por parte de los aviones Harrier, pero gracias al derribo de varios de ellos por parte de la eficaz artillería antiaérea argentina, no tuvieron demasiada participación.

El cerco se cierra

El mayor Oscar Jaimet estaba atacado de una sensación angustiante. Le habían ordenado disponer su defensa en un lugar inadecuado del terreno, muy fácil de flanquear. Esa tarde recorrió como lo hacía habitualmente las posiciones, con la certeza de que algo extraordinario estaba por acontecer, mientras maldecía interiormente al que había diseñado esa estrategia insensata sin al menos consultarle. Aún así, pudo lograr reforzar ciertos sectores y diagramar una táctica defensiva, que a la larga salvó la vida de muchos de sus hombres.

Su lema fue que una persona debe tener siempre una razón por la cual vivir y una razón por la cual morir, y para él no había nada más sublime que morir por la Patria. Así lo había convenido con su mujer, en la última comunicación telefónica que pudieron tener, unos días antes. Estaba dispuesto a hacerlo, pero en el proceso intentaría cumplir con la misión encomendada, protegiendo en lo posible a sus hombres, especialmente a los soldados conscriptos, de quienes se sentía doblemente responsable.

EL MAYOR OSCAR JAIMET EN SUELO MALVINENSE. EL MAYOR OSCAR JAIMET EN SUELO MALVINENSE.

Al caer la tarde entre el 11 y el 12 de junio se abrieron brutalmente las bocas del averno con un ataque envolvente por parte del ejército británico, que había advertido la debilidad defensiva argentina. Con la exactitud que Jaimet había profetizado, los ingleses atacaron a espaldas de sus posiciones. Los flashes de las ametralladoras pesadas con balas trazantes de uno y otro bando iluminaban la escena dantesca. Se debe tener en cuenta que esas armas disparan a razón de mil disparos por minuto, con lo cual aquello era un pandemonio inenarrable.

Además, rememora Jaimet, “los ingleses habían desarrollado unos obuses con un alcance de 17 kilómetros mucho más largos que los que contaban los argentinos, y con un tiro muy rápido que sorprendía a nuestros soldados, sin darles tiempo de tirarse a tierra luego del estampido de boca, que preanunciaba el bombardeo.”

Sangre en la turba

Los británicos contaban además con un misil antitanque hiloguiado “Milán”, que les sirvió a los paracaidistas ingleses de forma eficaz para destruir los nidos de ametralladoras argentinas; posiciones que comenzaron a caer una tras otra. Así fue como en una de las secciones, murió el sargento Mario “Perro” Cisnero, uno de los mejores comandos con los que contaba el ejército.

Jaimet agrega: “atacaban con granadas de fósforo blanco, las que producen quemaduras terribles, logrando lentamente destruir nuestras posiciones, mientras saturaban la zona con artillería y morteros”.

El por entonces subteniente Marcelo Dorigón, que ocupaba una de las posiciones más adelantadas recordaba: “ese día 11 la posición comenzó a sufrir los efectos del fuego de ablandamiento que ejecutaban los británicos. El bombardeo naval y de artillería de campaña era constante, acciones que sumadas al frío y aislamiento afectaban la moral del personal. Las posiciones adelantadas solo pudieron ser ocupadas dos días, porque el agua surgente y la lluvia las inundaba. Nos poníamos a resguardo detrás de los montículos de tierra extraída de los pozos inundados”.

Cuando el cerco comenzó a cerrarse sobre el bastión que defendía el mayor Jaimet los buques enemigos disparaban constantemente sobre las posiciones argentinas. Era típico el “estampido” de los cañones navales, que se escuchaban antes de la explosión en el suelo. Calculaban unos 40 segundos hasta sentir el pitido del proyectil entrando. Generalmente eran ráfagas de 15 a 20 disparos, que se distribuían en diferentes blancos.

Cada tanto, los gritos desgarradores de los heridos, que reclamaban ser atendidos, se tapaban con las explosiones de la artillería. Atronaban los morteros, fusiles, ametralladoras y el fuego del Destructor HMS Glamorgan, además de otras fragatas disparando sobre las posiciones, cercando en un círculo de fuego los puntos defensivos argentinos.

Tal como lo había previsto Jaimet, los británicos los habían flanqueado, por lo cual el dispositivo defensivo había quedado prácticamente anulado. Su corazón latía enloquecido, y un calor abrasador lo envolvió en medio del frío; parecía haber sido asaltado por una fiebre incontenible y saltaba de un pozo al otro, dando órdenes a viva voz, a veces maldiciendo al enemigo. Transpiraba como si fuera un día de 40 grados, empapando su chaqueta. La quijada tensionada y el cerebro que le funcionaba a mil revoluciones. Se había preparado toda su carrera para esto, y lo que hiciera en adelante definiría el resto de su vida.

El olor que secreta la adrenalina, mezclado al corporal y al de la pólvora, parecía asfixiarlo. El humo de las explosiones, producto de la humedad ambiente, tardaba en dispersarse, transformado aquel escenario en un lúgubre filme. Los combatientes al aspirar esa humareda sentían un desagradable ardor en la garganta; de nada valía toser con fuerza, porque la sensación se quedaba un largo rato.

El cielo se iluminaba y apagaba con las explosiones cada vez más cercanas. El tableteo seco de las ametralladoras y el sonido de los fusiles de grueso calibre de ambos bandos era continuo y ensordecedor.

Volaban las esquirlas por todos lados en mil fragmentos, lastimando a cada hombre a su paso. Un soldado inglés que ese día cumplía 17 años recibió una astilla en el ojo y murió al instante, a metros del frente, casi llegando a las líneas argentinas.

La artillería, guiada por Jaimet, que radiaba donde disparar, descargó su furia de muerte sobre las avanzadas enemigas de su sección, y causó numerosas bajas.

ILUSTRACIONES DE CÉSAR CARRIZO ILUSTRACIONES DE CÉSAR CARRIZO

Pero los ingleses como buenos soldados profesionales que eran, evacuaron a sus heridos, se repusieron del bombardeo y regresaron con furia. El ataque era persistente, y el poder de fuego enemigo abrumador. De a poco iban empujando las líneas argentinas, barridas por una cortina de plomo que les caía sin descanso de todas direcciones.

Los atacantes disparaban obuses con una munición que se abría a 300 metros del suelo y bajaban en unos pequeños paracaídas, desde donde caían unas bujías que se encendían iluminando de color amarillo hectáreas enteras de terreno.

Ello provocaba grandes concentraciones de armas pesadas de los ingleses, a los efectos de permitir el avance de sus efectivos, a la par que iluminaban el terreno con bengalas. En las pausas de fuego tiraban con morteros de 60 mm, y no daban respiro a los soldados argentinos, por entonces ya ensordecidos, debido a los potentes estampidos.

La continua iluminación les servía a los observadores de los buques de guerra británicos (montados en helicópteros) para orientar el fuego a los blancos predeterminados. También a los artilleros que disparaban con proyectiles que explotaban a una distancia determinada en el aire (tipo beluga) produciendo esquirlas que caían verticalmente explotando antes de tocar el suelo. La deflagración disparaba cientos de fragmentos en todas direcciones, dejando los cuerpos agujereados como una criba.

Harriet y Longdon

Las alturas de Monte Harriet fueron tomadas, a pesar del extraordinario desempeño del Regimiento 4 de Infantería. Lo mismo ocurriría en Monte Longdon, donde rayó la bravura de los soldados de la compañía B del Regimiento 7 de Infantería, apoyados por una sección de Ingenieros 10 y de ametralladoras 12,7 milímetros de la Infantería de Marina. Aquella noche, esos 278 bravos, superados tres a uno en número y 10 o 15 a uno en potencia de fuego, lograron realizar dos contraataques y llegaron a pelear cuerpo a cuerpo. El 7 fue el regimiento con mayor cantidad de bajas del Ejército Argentino durante la guerra. Luego de ello, los británicos concentraron todo su poder de fuego en Dos Hermanas.

Fragor

Cuando el grueso de los ataques se centró en ellos, el mayor Jaimet, haciendo gala de una sangre fría rayana en lo temerario, se paró en medio de la balacera y buscó un montículo de piedras que le permitieran ver desde cierta altura lo que ocurría a su alrededor. Con su fusil en una mano y el visor nocturno en la otra, a los gritos iba ordenando a sus hombres las acciones que debían realizar. Varios proyectiles de obuses cayeron cerca de él, pero la turba morigeró las explosiones. Mientras el radio operador, el subteniente Marcos Rossi, estaba atento de comunicarlo con el comando. Su rostro se encendía y se apagaba imperturbable, iluminado por el fuego de las armas. Ver allí a su comandante, desafiando la muerte con la mirada furiosa y decidida, llenaba de valor a los soldados a su mando; era la visión de un Señor de la Guerra, en actitud de batalla.

Jaimet siempre repite que los jefes combaten conduciendo, impartiendo órdenes, no disparando salvo casos extremos. A él también le tocaría disparar su fusil durante los combates subsiguientes.

La artillería enemiga era muy eficaz cuando los proyectiles caían en las piedras, puesto que, como ya vimos, la cantidad de esquirlas que se producían barría con todo a su paso, ocasionando una atroz carnicería. Muchos cuerpos volaron en pedazos, y los sobrevivientes quedaron con heridas horribles, pidiendo ayuda desesperada.

Los ingleses concentraron su fuego con la artillería de campaña, los lanzacohetes de 66 milímetros, los cañones sin retroceso de 84 milímetros y de 30 milímetros de los “Scimitar” en misión de apoyo de fuego, además de la artillería naval y los morteros. Esa noche fueron disparados miles de proyectiles contra las fuerzas argentinas.

El círculo se iba afianzando sobre ellos, la posición se hacía ya insostenible. Pero todavía podía hacerse algo más para intentar pelearle la victoria al enemigo o al menos disputarle la derrota, con mejor gusto en la boca y hacer pagar un precio mayor.

Jaimet ante ese escenario espeluznante, consultó por radio a sus superiores y propuso un repliegue escalonado hacia el Monte Tumbledown, para salir del encierro en el que sus soldados habían caído a pesar de sus advertencias. Era imposible pensar en una contraofensiva en esas condiciones, y desde esa posición.

El plan era desprenderse del contacto con el enemigo, interrumpir el combate y replegarse, rompiendo el encierro y sumar sus fuerzas a los que defendían ese punto, que era crucial para la defensa de Puerto Argentino, y desde allí planear un contraataque o resistir. La idea era preservar las fuerzas para un combate final.

Ordenó al subteniente Aldo Franco que operara como retaguardia de combate, que consistía en proteger la retirada de las primeras líneas hasta un punto de reunión, que fijaba Jaimet; todo ello en medio de un bombardeo incesante, lo que aquel oficial cumplió de manera admirable. Lo peor era que la zona indicada para trasladar su tropa al nuevo emplazamiento era bombardeada sin descanso desde el destructor británico HMS Glamorgan, con sus poderosos y precisos cañones.

Ahora Jaimet tenía a su cargo la que es, probablemente, la más difícil de las acciones tácticas: un repliegue nocturno bajo la presión del fuego del enemigo.

Fuentes: serie de conversaciones grabadas con el autor, al teniente coronel VGM Oscar Jaimet; Carlos Doglioli, “Un infante-un soldado”, en La Prensa, 1 de agosto de 1993.

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