La tercera ola hace manifiesto el síntoma de la exasperación

La tercera ola hace manifiesto el síntoma de la exasperación

El personal de salud, antes aplaudido, ahora es blanco de agresiones. El enojo también se da en otros ámbitos. El Estado no es inocente de ello.

¿CONDENA? Los dioses castigan a Sísifo con lo que parecece un trabajo inútil. Camus resignifica esa idea.  ¿CONDENA? Los dioses castigan a Sísifo con lo que parecece un trabajo inútil. Camus resignifica esa idea.

“Se está viendo mucha agresividad en los consultorios febriles”, denunció esta semana el médico Pablo Marengo, director del hospital Kirchner. Explicaba que, por el recrudecimiento de casos que ha generado la tercera ola de coronavirus a partir de la variante Ómicron, se forman largas colas de personas que buscan realizarse un hisopado en ese centro sanitario. El personal recorre las filas y separa a los adultos mayores para darles prioridad en el testeo. Cuando ello ocurre, “muchos jóvenes se quejan. Inclusive, hubo agresiones”, describió ante las cámaras de LG Play.

La violencia que está exteriorizándose contra el personal de la salud por la pandemia interminable no es exclusivamente tucumana. Esta semana se viralizó un video registrado en el hospital de Tunuyán, en Mendoza, cuando una médica fue increpada por dos hombres que, sentados en la sala de espera, se quejaban de la demora en ser hisopados. La profesional, exhausta, les responde que no tiene tiempo siquiera para ir al baño y que le duelen las rodillas por haber estado todo el día realizando testeos. La respuesta que recibe es ominosamente memorable: “Si no estás capacitada para estar las 24 horas parada haciendo testeos, no vengas”. Hay especies completas de mamíferos cuadrúpedos con más empatía que esos cuestionadores de médicas.

“Ahora convocan a insultar al personal de la salud a las 21”, titula, sarcásticamente, la satírica revista Barcelona, tan políticamente incorrectísima. Y muestra una foto con la gente en los balcones que, a principios del covid, salía espontáneamente a aplaudir a los trabajadores de la sanidad en todo el país. El Estado ha consagrado a la Argentina como país bicontinental, por su soberanía sobre una porción de la Antártida. La pandemia ha hecho que la nación se torne bipolar.

Libertad y falacia

La intolerancia no es patrimonio reservado al personal de la Salud. Se ve, cada vez más, en los ámbitos más diversos. En los que se retiran indignados y a los gritos de un bar cuando un mozo les indica que para ir de la mesa al baño deben llevar puesto el barbijo. En los que insultan porque a la entrada del cine un guardia les exige el “Pase Sanitario” para entrar en la sala. En las muestras de exasperada impaciencia de algunos conductores en las filas del “autovac” de Yerba Buena. En la silenciosa pero no menos violenta decisión del que se sabe “contacto estrecho” de un infectado y decide, con absoluta conciencia, no aislarse.

La pandemia que no termina se está volviendo exasperante. Y la palabra blandida para rebelarse contra la “nueva normalidad” es la “libertad”. A veces esgrimida de manera justificada, y en otros casos como falacia.

Esto último se advierte en los planos más domésticos: muchos de los que comparten con entusiasmo que haya restaurantes que no admiten clientes con ojotas o bermudas son los que se indignan cuando esos mismos comercios ponen como condición para ingresar al salón la mera exhibición del certificado de esquema vacunatorio completo contra la covid. Si está admitida la “tolerancia cero” en el control de alcoholemia porque conducir tras la ingesta de alcohol es un peligro para el que maneja y para los demás, ¿por qué hay doble estándar cuando se determina que estar vacunado disminuye los riesgos de contraer coronavirus para uno y para los demás?

Vacunas fanatismos

La resistencia contra la vacuna es todo un capítulo en la reivindicación de la libertad como garantía fundamental. No es menor el planteo de quienes invocan el derecho a ser libres de no vacunarse. Tampoco el de quienes, por el contrario, sostienen que el bien común debe primar sobre el individual. Por caso, y aunque el orden de los derechos no altera su goce, en el Preámbulo de la Constitución Nacional, “promover el bienestar general” precede a “asegurar los beneficios de la libertad”.

Las vacunas se han revelado, científicamente, como una herramienta que salva vidas. La tercera ola, con la variante Ómicron, es menos letal que las anteriores, pero también encuentra a buena parte de la población vacunada y con anticuerpos para enfrentar la patología. Eso también contribuye, y enormemente, a que haya menos internaciones, menos demanda de asistencia respiratoria mecánica, y menos decesos.

Aun así, tuvo que llegar el “Pase Sanitario” para que decenas de miles de tucumanos, conscientes de todos estos beneficios, completaran sus esquemas vacunatorios o se dieran el refuerzo de la tercera dosis.

En esa vereda, la de los “pro vacunas”, también hay virulencia y fanatismo. El Gobierno nacional optó por no declarar obligatoria la vacunación contra el coronavirus, pero sí hay restricciones para quienes no se inmunicen. Cuanto más duras son, más celebradas son desde estos sectores. El último “emblema” es la decisión del Gobierno de Catamarca de que los pacientes con covid que deban recibir asistencia médica por internación en el Estado deberán pagar de su propio patrimonio los gastos que generen en los hospitales. Los que reclaman igual tónica en el resto de las provincias son legión.

Poder y autoridad

El Estado no es ajeno a la crispación generalizada en el contexto de la pandemia. No tanto por las reminiscencias a la película “Gattaca” que tiene la exigencia del carnet de vacunación para el acceso a determinados lugares (en el filme distópico de 1997, que presenta un mundo dominado por la eugenesia, el acceso a ciertos ámbitos está precedido por un test de sangre), como por el hecho de que el Gobierno nacional viene exigiéndoles a los argentinos que cumplan con normas que los funcionarios han violado flagrantemente.

Primero fue el “Vacunatorio VIP”, en el cual se inmunizaban los amigos del oficialismo, mientras había médicos y ancianos morían de a miles por coronavirus, dado que no conseguían siquiera una dosis. Luego se determinó que Carla Vizotti, quien sucedió en el ministerio de Salud al eyectado Ginés González García, había hecho vacunar con dos dosis a sus padres, a comienzos de 2020. Después apareció Carlos Zannini, procurador del Tesoro: cuando la prensa descubrió que él y su esposa habían sido vacunados en calidad de “personal de salud”, respondió que sólo se arrepentía de no haberse tomado una foto con los dedos en “V”, como los chicos de La Cámpora.

Más tarde estalló el escándalo de Pfizer: cuando se probó que era la primera vacuna apta para ser administrada en niños y adolescentes, el Gobierno tuvo que dar explicaciones de por qué adquiría Sinopharm a China y Sputnik-V a Rusia. a la vez que mantenía frenada toda negociación con el laboratorio estadounidense. Las demoras en la llegada de AstraZeneca, en la que el país había invertido decenas de millones de dólares para tener preferencia sobre otros Estados, agravaba el cuadro.

El pico de tensión se dio cuando la Cámara de Diputados rechazó el proyecto que autorizaba la adquisición de esas vacunas para menores de edad con comorbilidades, al ritmo de la canción “Traigan la Pfizer”, con la que Ignacio Copani se mofaba de los no vacunados. La Cámara Baja rechazó la compra a la mañana y esa misma tarde Presidencia la autorizó por decreto.

Finalmente, se conoció el “Olivos-Gate”: en la quinta presidencial, en abril de 2020, cuando regía la “cuarentena dura” y la Nación iniciaba causas penales de a miles contra los ciudadanos a los que encontraba infringiendo el encierro (y estaba prohibido acompañar a los enfermos en sus últimos momentos, y despedirlos luego con un sepelio), se había celebrado el cumpleaños de la primera dama, Fabiola Yáñez. Con varios invitados. Sin barbijos ni distanciamiento social. Alberto Fernández incluido.

La suma de estos acontecimientos terminó haciendo que la palabra del poder perdiera toda autoridad. En el plano del Estado de Derecho, la diferencia entre ambos conceptos (a riesgo de reduccionismos) es que la autoridad es una fuente de poder. Si el monopolio de la fuerza le da al poder capacidad efectiva (es decir, la coerción), la autoridad le otorga la condición de genuino.

Luego de la sucesión de yerros y abusos en la gestión de la pandemia, al Gobierno le queda sólo la coerción para imponer sus disposiciones en esa materia. Y esa es también una fuente de enojo para la sociedad: los representantes se comportan como si hubieran abolido la igualdad ante la ley con respecto a sus representados. Lo de aislarse, privarse de los afectos, resentir el trabajo y hasta fundir un negocio durante la cuarentena más larga de la historia, era prácticamente un asunto de tontos, según la traducción en los hechos de la propia palabra presidencial. “A los idiotas les digo lo que hace mucho tiempo vengo diciendo: la Argentina de los vivos, que se zarpan y pasan sobre los bobos, ¡se terminó!”, había dicho el jefe de Estado.

Sísifo y Camus

Hay un tercer elemento que excede a representantes y representados: la dinámica de la enfermedad que azota al planeta. La pandemia fue declarada oficialmente en la Argentina en marzo de 2020. Al final de ese año de la primera ola ya estaban listas las vacunas y se iniciaron, a fines de diciembre, las campañas de inmunización. En 2021, sin embargo, arreció una segunda ola. Y antes de que terminara el año llegó la tercera. Cuando parece que va a terminar, el mal se manifiesta inacabable.

Esa tortuosidad se asemeja, simbólicamente, al suplicio al que es sometido Sísifo, el más astuto de los mortales según la mitología griega, en el inframundo al que van a parar las almas.

Pierre Grimal recoge diversas variantes del mito: unas veces, la condena es impuesta por Zeus. Otras veces, por el propio Hades. Lo cierto es que el castigo es idéntico y aparece ya en la Odisea: debe empujar una enorme roca hasta lo alto de una cumbre, pero apenas llegaba a la cima, la piedra vuelve a caer, impelida por su propio peso. Y entonces Sísifo debe emprender nuevamente la tarea.

“Los dioses (…) habían pensado, con algún fundamento, que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza”, anotó Albert Camus en El mito de Sísifo. Sin embargo, quien fuera también el autor de La peste, advirtió que en el hecho mismo de enfrentar ese suplicio, que se presenta como una suerte de destino ineluctable, Sísifo “es superior a su destino. Es más fuerte que su roca”. Más aún: hace del pretendido destino un asunto enteramente humano, que debe ser arreglado entre las personas. Con ello, expulsa del mundo a todos los dioses que han entrado en él con la afición por los dolores inútiles.

Camus, entonces, piensa en Sísifo como un sujeto feliz. “Su destino le pertenece. Su roca es su cosa”. Incluso, escribió el escritor y filósofo francés que ganó el Nobel de Literatura en 1957, en el momento mismo en que el torturado griego llega a la cima con la roca, en el instante fugaz previo a que el peñasco vuelva a caer, comprende “el origen enteramente humano de todo lo que es humano”. En ese preciso punto, Sísifo también es libre.

“El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso”, proclama Camus.

Aunque la pandemia se demuestre más prolongada que lo previsto, y siga enviando cuesta abajo a las sociedades cuando parecía que habían alcanzado un punto en que el coronavirus estaba por ser vencido, el hecho de darle pelea con las herramientas con que se cuenta, lejos de ser absurdo, se presenta como una conducta profundamente humana.

En el hecho reiterativo de colocarse el barbijo una vez más, igual que durante cada día de los últimos dos años, se manifiesta todo un acto de libertad.

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