Un varón del tango dos horas antes del alba

Un varón del tango dos horas antes del alba

Julio Sosa, que nació en Uruguay hace 95 años, fue uno de los cantores más sobresalientes de la música ciudadana. Cautivó a la juventud.

1926, febrero 2. Los párpados uruguayos se abren ese martes en la calle Defensa, en Las Piedras. Desde temprano, la pobreza le arropa la niñez, la adolescencia. Las manos trabajadoras de sus padres lo amasan con afecto. Un tango se va haciendo varón por las calles orientales.

La sonrisa del canto de El Zorzal le despeina los sueños changuitos. “Viéndolo y oyéndolo cantar como si estuviera vivo, con ese arte maravilloso y único, sentí que el tango se introducía en mis venas como una droga dulce, buena y poderosa y me prometí en silencio que cuando fuera grande, yo también sería cantor. Lo supe allí, a los 12 años en aquel viejo cine Artigas… Había despertado en mí la vocación de cantor y se tornaba obsesión, pero la pobreza de mi hogar no entendía de líricas inquietudes y sí de urgencias materiales”, cuenta.

Gana un concurso en el recreo “Las luces de Canelón Chico”, de Montevideo. El boliche “El rey de caña”, del pueblo Progreso lo ve debutar. “Hizo de todo”, recuerda su amigo Cacho Maggiolo: “Trabajó como panadero, lustrador, en la Municipalidad cavando zanjas y podando árboles, en el Ferrocarril; fue guarda de colectivos, pero en ningún lugar duraba más de unos días. No era que fuese vago. Al contrario, se preocupaba por tener una ocupación, pero no había caso. Una vez, después de muchos trabajos, me dijo: ‘mirá, Cacho, yo nací para cantar y no para el laburo’”.

La desdicha canta su mishiadura sobre la mesa de un café. Pero el sol entra siempre por alguna ventana. A los 19, la orquesta de Carlos Gilardoni lo adopta como cantor. El club Olimpia es su segundo hogar. “El trabajo había disminuido notablemente y las orquestas uruguayas se desintegraban por falta de contratos y mientras el cariño de mi madre y el afecto de mis amigos me sujetaban a mi viejo y querido pueblo, la voz de mis 23 años me gritaba imperiosa: ‘¡andate, Buenos Aires te espera!’”, dice.

“Andá tranquilo”

1949, junio 14. “Era una noche horrible. Fuimos a despedirlo. Entre los amigos y sus admiradores juntamos 80 pesos. El viaje en el vapor a Buenos Aires costaba 12 y con el resto se compró ropa”. En el muelle montevideano: “Decime, Cacho, ¿me voy? Vos sabés que allá es difícil triunfar. ¿Te imaginás lo que lo que significa volver fracasado? Se me va a caer el alma a los pies”. “Pero no, muchacho, andá tranquilo, vas a ver que en unos meses te veo en el cine”. “Sí, vos me decís eso porque sos mi amigo, pero de veras, es fulera la que me juego...”, es el diálogo de entonces.

Café “Andes” en La Chacarita. Francini y Pontier despiertan su esperanza entre licores, también la orquesta de Francisco Rotundo. Cuatro amores. Una hija, cuya madre no la deja ver. Ni siquiera en fotos. El resentimiento le anega la garganta: “Este odio maldito que llevo en mis venas, me amarga la vida como una condena. El mal que me han hecho es herida abierta que me inunda el pecho de rabia y de hiel...”

El pozo ausente

“Dos horas antes del alba”. Escribe poemas. Una sed de afecto ulula en las noches. El dolor carcome la soledad en las paredes. Éxito, dinero, popularidad. Los fracasos amorosos lo amuran. Nada alcanza a llenar el pozo ausente del alma.

Suena el teléfono. La guitarra de Miguelito Ruiz habla: “Hice una gira con él y Oscar Casco en el 59 o 60. Era muy buen tipo. Cuando llegamos a Olavarría, luego de desayunar, nos pusimos los dos a jugar a las bochas con unos gauchos. Era muy jovial, le gustaba hacer chistes y tenía una personalidad arrolladora, sin llegar a ser arrabalero. Cuando murió era el único cantor que juntaba multitudes y que conquistó a la juventud. Le venían muy bien los tangos festivos o muy dramáticos. Se ve que arrastraba una pena grande”.

El bandoneón de Leopoldo Federico cobija una “Cumparsita” y los versos de Celedonio Flores van poblando su pecho: “Y yo me hice en tangos, me fui modelando en barro, en miseria, en las amarguras que da la pobreza... Porque quise mucho y porque me engañaron y pasé la vida masticando sueños; porque soy un árbol que nunca dio frutos, porque soy un perro que no tiene dueño, porque tengo odios que nunca los digo, porque cuando quiero me desangro en besos, porque quise mucho y no me han querido. Por eso canto tan triste, por eso...”

Otras músicas le ponen una zancadilla al dos por cuatro. Sin embargo, la juventud se prende del gesto viril de su canto, mojado de ironía y dramatismo. “Las tragedias sentimentales siguen vigentes, como cuando Adán se comió la manzana… me gusta profundamente el tango de Pichuco, las letras de Homero Manzi, de Discépolo, que son de ahora, de antes, del futuro, porque la idiosincrasia nuestra no va a cambiar con el paso del tiempo”, afirma.

1964, noviembre 21. Buenos Aires, semáforo de Figueroa Alcorta y Mariscal Castilla. Frenada. El auto DKW Fissore rojo nubla sus luces. Una cabeza crecida de tangos raja el parabrisas, desordenando sus tristezas en la calle. Las sirenas acongojan la madrugada del jueves. Las agazapadas penas de un Varón tropiezan en el aire y estremecen el alba. La voz golpea los focos mortecinos: “Rencor, mi viejo rencor, no quiero sufrir esta pena sin fin. Si ya me has muerto una vez por qué llevaré la muerte en mi ser... Por eso, mi viejo rencor, dejame vivir por lo que sufrí...” Miles de lágrimas despiden en el Luna Park ese viernes los 38 años de la soledad de Julio Sosa.

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