El flaco del metro al Camp Nou

El flaco del metro al Camp Nou

Confundido por el GPS en un cruce de líneas de metro, bajo la tierra de la bella Barcelona, opté por apelar al viejo y siempre útil mapa en papel de la ciudad. Y mientras estaba en la tarea de hallar la conexión exacta que llevara al Camp Nou, conversaba con mi compañera de viajes. Entonces, de la nada, apareció Alex , con su (estimo) 1,90 metro, flaco, de traje impecable y corbata desajustada, gotas de sudor en la frente, ojos curiosos y un brillo especial. “Perdonad, ¿necesitáis ayuda?” lanzó ante nuestros oídos de turistas necesitados de una pregunta así. “Sí, por favor, ¿me podrías decir cuál es la línea que nos lleva al estadio?” dije, sin saber que desde esa pregunta comenzaría un viaje increíble de unos 35 minutos, sobre rieles y a pie, con un “barcelonista” de piel y corazón. “¡Pero si sois argentinos!”, exclamó Alex, ya olvidado de que iba camino al trabajo, que estaba llegando tarde, que tenía una reunión “con alguien con quien ya concertaré de nuevo”. “Sois de la tierra de mi dios, no puedo dejaros solos, les acompaño”, dijo firme, con una sonrisa gigante de emoticón. Ver para creer.

Preguntó de todo: si qué le dimos de comer a Messi en la Argentina para que corra como corre, si cuál es la magia que tiene nuestro país para generar genios así, recitó cada título logrado por su ídolo, sea en la Liga o en la Champions, hasta recordó nombres y apellidos de los compañeros de “Lio” en la Selección de ese entonces. Una ametralladora de datos, de preguntas y de elogios a la “argentinidad”, que me hizo sentir, por un buen rato y en medio del gentío, como si fuera yo quien lucía la 10.

Pasaron cuatro años de aquel viaje y de aquella anécdota. Lo de Alex fue apenas una muestra de lo que sienten los barceloneses por Messi. Me pasó de responder preguntas sobre él en la zona de la Sagrada Familia, mirando la ciudad desde el parque Güell. Comprando frutas en el tremendo mercado De la Boquería me regalaron unas uvas exquisitas, sólo por ser de la tierra “del Messi”. En la Barceloneta, un mozo me acercó las tapas que pedí con un “extra” de cerveza “para festejar por “ese encantador de graderías”. En la noche de San Juan que pasé en la ciudad, vi personas disfrazadas de Messi. En cada rincón, camisetas, medias, banderines, bufandas, graffittis.

En esos días sentí que Barcelona era Messi. Que no era sólo una cuestión de fútbol, sino de identidad, de sentido de propiedad. Y mi mente la comparó con Nápoles, donde la devoción de un pueblo por Diego Maradona supuso rasgos similares por otro de nuestros prestidigitadores de la pelota. Y vi que había una ciudad que respiraba, se movía, se ilusionaba, se ponía con orgullo un estandarte con la figura de ese elegido nacido en Rosario. Una ciudad que halló la pócima de la felicidad.

Los finales de una historia siempre dejan un hueco, un sensación de tiempo inabarcable, un temor mezclado con curiosidad por lo que vendrá. Es un cambio de paradigma. Un recálculo inevitable.

Vuelvo a Alex, al loco por Messi. No quiero imaginar su cara, ni su corazón, al saber que su dios ya no vestirá la “blaugrana”. Y sentí que se me erizaba la piel.

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