Milagro en el Campo de las Carreras

Miguel Francisco Aráoz sobrevivió al combate de 1812 por un escapulario de la Virgen de la Merced. A quien quisiera escucharlo, aseguraba haber visto su imagen guiando las langostas contra tropas realistas.

LA OFRENDA. Belgrano entregó su bastón de mando a la Virgen. LA OFRENDA. Belgrano entregó su bastón de mando a la Virgen.
18 Julio 2021

Por José María Posse - Abogado, escritor e historiador.

Eran las 10 y media de la mañana del 24 de septiembre de 1812; el Ejército español que se dirigía desde El Manantial hacia San Miguel de Tucumán, se encontró a bocajarro con el Ejército del Norte dispuesto en perfecto orden en el Campo de las Carreras, en las afueras de la ciudad. Ante esta situación los realistas sorprendidos trataron de desplegarse; pero sólo pudieron hacerlo parcialmente ya que en esos momentos caían sobre ellos, disparando sus fusiles, las avanzadas de infantería patriota. La artillería de Eduardo Kaunitz de Holmberg entró en acción abriendo brechas en las filas peninsulares. El general Manuel Belgrano ordenó entonces al coronel Juan Ramón Balcarce que cargara su caballería gaucha hacia el ala derecha, así arrasó varios batallones enemigos y tomó el convoy de aprovisionamiento.

Miguel Francisco Aráoz era un mozuelo de 18 años. Alto, delgado, de buen porte, guitarrero y compositor de coplas, había entrado como voluntario al ejército patrio para pavonearse frente a las niñas de la ciudad. Era familiar de don Bernabé y don Diego Aráoz, quienes, junto al sacerdote Pedro Miguel del mismo apellido, habían convencido a Belgrano para que enfrentara a las fuerzas del realista Pío Tristán en Tucumán. Diestro jinete, se sentía un centauro junto a su batallón Los Decididos de Tucumán. Lo que distinguía a este grupo eran los enormes guardamontes de cuero duro, típicos de los gauchos del norte. Su madre, devota de la Virgen de la Merced, le puso un escapulario en el pecho y le pidió que se encomendara a su cuidado. A duras penas la complació ya que no quería mostrarse con adminículos religiosos, ¡tan sólo él, “un liberal”!, como gustaba definirse frente a sus amistades.

Toda la mañana previa a la batalla se sintió descompuesto. Mil demonios atormentaban su estómago, el sudor frío, las manos heladas... En repetidas oportunidades tuvo que pedir permiso a su sargento para ir a descargar su estómago en unos matorrales cercanos. Sus compañeros, duros gauchos curtidos por el viento y el sol le hacían burla, aunque lo animaban con dichos campesinos.

Cuando comenzó la carga, sólo tuvo que dejarse llevar por esa marea de hombres y bestias que arremetían con furia atronando sus guardamontes, blasonados por las marcas del cerro, con el golpeteo de las espadas. El proyectil de una bala perdida le dio en el hombro y lo tiró del caballo; apenas se salvó de ser atropellado por los que venían tras de él. Quedó tendido en la gramilla manando sangre a borbotones. Sus compañeros arrollaron el ala izquierda española y se abalanzaron sobre el convoy de bastimentos al que saquearon totalmente; luego salieron del cuadro de la batalla.

Las tropas realistas, superada la sorpresa, se reagruparon ordenadamente con su infantería en el centro del campo, apoyados por el resto de su caballería de reserva, con la que comenzaron a hacer retroceder a las líneas patriotas. Miguel Francisco, en un estado de semiconciencia iba a quedar en el medio de la acción. El humo de la pólvora impedía la visión, todo era caos y confusión entre los gritos y órdenes de los sargentos, los ayes lastimeros de los heridos y moribundos, algunos de ellos con heridas impresionantes.

DIBUJO. Ilustración de hace años del artista Juan Lanosa para LA GACETA. DIBUJO. Ilustración de hace años del artista Juan Lanosa para LA GACETA.

Había comenzado a soplar un viento caliente, primero tímidamente, luego con inusitada violencia. Una tormenta de tierra comenzó a dar vueltas en el centro mismo del campo, luego se desató una copiosa lluvia. El ímpetu de los españoles decayó en seco, mirándose extrañados ante el fenómeno. El joven Aráoz tenía ya encima de él a las tropas enemigas, cuando sintió una mano maternal que oprimía la herida con el escapulario. Una voz dulce, pero a la vez firme, le ordenó que mantuviera apretada la tela y que tuviera fe, porque la ayuda estaba pronta.

Una langosta se posó en la cara de Miguel Francisco, luego otra y varias más, pronto todo aquel campo se tiñó de marrón y una extensa manga de esos insectos se interpuso entre patriotas y realistas. Una figura femenina vestida de fina túnica blanca, bordada con hilos de oro, se irguió de espaldas al joven y elevó sus manos al cielo que de inmediato se oscureció como en una noche cerrada; rayos caían en medio de la confusión aterrorizando a los godos, quienes además comenzaron a recibir un pertinaz bombardeo de langostas lanzadas enloquecidamente hacia ellos, cual proyectiles certeros.

La retirada

La embestida realista se paró en seco y algunos comenzaron a retroceder, ciegos del polvo, apedreados por los cuerpos de los insectos que se metían en sus orejas y en sus bocas y por cada resquicio de sus ropas, golpeando sus ojos y atormentando sus oídos; pronto aquello fue un desbande general. Pío Tristán, desconcertado, llamó a sus tropas a reunión y las reorganizó en las afueras de la ciudad. Con las carretas de víveres perdidas, y sin la posibilidad de poner sitio a la ciudad, mandó un ultimátum de rendición al cuartel de San Miguel de Tucumán. Una firme negativa fue la respuesta. Luego de una noche y un día de tensa vigilia, el enemigo se retiró apesadumbrado rumbo a Salta.

Miguel Francisco Aráoz fue hallado a la mañana siguiente, inconsciente, pero aferrando firmemente el escapulario al orificio de su herida: así evitó la hemorragia, salvándole la vida. Llevado a su casa, no dejaba de repetir que la Virgen lo había salvado y que había sido testigo del milagro de la Merced. Juraba haber presenciado cómo la Santa Madre guiaba a los ejércitos de langostas, mientras ordenaba a los cielos abrirse y descargar su furia sobre las tropas del rey.

Todo fue tan confuso que nadie pudo dar crédito ni tampoco negar la versión del joven. A partir de entonces Miguel Francisco se convirtió en cofrade de la imagen de la Virgen, y en cada procesión conmemorativa era uno de los responsables de transportar la venerada imagen. Aráoz erigió su vivienda en la cercanía del campo de batalla, a una cuadra de la casa que ocupara el general Belgrano, a quien despidió con tristeza cuando partió enfermo a su destino final.

Pasados los años, sus hijos y nietos, así como todo aquel que le prestara atención, escucharían incontables veces la historia de su boca. Tanta era su devoción que comenzaron a llamarle “el loco de la Merced”. Con el tiempo su fervor no hizo más que aumentar. Octogenario, aún se lo veía en cada procesión, erguido, distante, luciendo en el pecho altivamente el escapulario manchado de su propia sangre, orgulloso, imponente...

Un día de septiembre su corpachón, que hasta entonces no había conocido fatigas ni enfermedad se resintió. El médico diagnosticó pulmonía, mal que para entonces era una sentencia de muerte. Sus familiares cuidaron de él varios días con suma aflicción; al amanecer del 24, un viento terroso comenzó a soplar sobre San Miguel, primero como una brisa, luego atacó con furia inusitada. De inmediato un copioso chaparrón se hizo sentir, el cielo se puso negro y una compacta manga de langostas pasó sobre la ciudad. Temerosos, los vecinos observaban el fenómeno desde los resquicios de las ventanas de sus casas. Las mujeres se persignaban y algunas comenzaron a orar de rodillas a nuestra Señora.

La oscuridad envolvió la ciudad; desde el Campo de las Carreras se escuchaban reventones como cañonazos, mientras los relámpagos encendían de extrañas luces el escenario, por lo que algunos veteranos evocaron las salvas de las tercerolas realistas y de los improvisados fusiles criollos, muchos de los cuales explotaron en medio de la batalla. Una centella recorrió todo el antiguo campo para ir a perderse cerca de El Manantial; pero lo más extraño fue el lejano rumor, como de voces perdidas, de lamentos lejanos y gritos bravíos. La ilusión duró varios minutos, pero aquellos que vivían más cerca de donde el fenómeno se había desatado con furia, juraron ante la cruz que vieron siluetas de soldados que avanzaban como perdidos en la densa polvareda.

Merceditas, la menor de las nietas de Aráoz, que se había quedado cuidándolo esa noche, vio a su abuelo sonreír al momento que una “Bella Señora” le hablaba con dulzura, mientras lo conducía hacia una brillante luz que se había aparecido, iluminando la habitación del anciano. Luego de esto, lentamente el polvo levantado por la tromba de aire se aplacó y los insectos desaparecieron gradualmente mientras las nubes oscuras se abrieron mostrando un hermoso azul. Inmaculadas nubes blancas adornaron el cielo tucumano de ese otro inolvidable 24 de septiembre.

La procesión tardía

la generala libertadora de la patria

El 24 de septiembre se celebra el día de Nuestra Señora de la Merced, patrona y protectora de Tucumán desde tiempos de Ibatín. Ese día, los tucumanos realizan una solemne procesión en su honor. Ese año de 1812 no pudo realizarse pues se estaba en medio de la batalla, pero pudo concretarse un mes después.

El propio Manuel Belgrano asistió a la misa esa mañana junto a todos los oficiales del Ejército del Norte. El orador fue el sacerdote José Agustín Molina, quien se refirió a la gloria de la patria y a la de la Virgen María, y en presencia del general aludió a sus triunfos, haciendo resaltar la inesperada y singularísima victoria, y cómo el mismo general cedía voluntariamente a la madre de Dios todo el honor de la victoria, y por un acto auténtico de reconocimiento confesaba el mismo Belgrano que a María y no a él debía la Patria reconocerse deudora de su salvación. Por cuya causa publicaba solemnemente que a su especialísima y milagrosa asistencia (cita textual), le debían la victoria objeto de esa fiesta, para demostrar su gratitud a la Libertadora de la Patria. Por la tarde de ese día se realizó la postergada procesión. Al llegar al lugar donde se desarrolló la batalla, Belgrano proclamó a la Virgen de la Merced Generala del Ejército de la Patria y le entregó su bastón de mando.

Nota: El milagro de las langostas fue una creencia muy arraigada entre los antiguos tucumanos. Con variantes, se recopilaron diferentes testimonios al respecto de testigos de aquellos acontecimientos.

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