Glenn Gould: “tengo la sensación de que puedo tocar como un dios”

Glenn Gould: “tengo la sensación de que puedo tocar como un dios”

Nacido en Canadá, fue uno de los pianistas clave en el siglo XX. Rebelde y extravagante, se retiró de los escenarios a los 31 años y se dedicó a grabar.

El ensayo de la Orquesta de Cleveland no puede comenzar. Los músicos murmuran. El director George Szell está impaciente. El solista está aún en el hotel tratando de hacerse el nudo de la corbata. Finalmente, el pianista llega a la sala envuelto en un raído impermeable para que el portero le haga el nudo antes de ingresar al escenario. El jefe orquestal incrementa su furia cuando el concertista tarda más de 10 minutos en graduar la altura de la banqueta del piano. La paciencia se quiebra. Szell estalla: “Señor, si cortáramos su trasero un par de centímetros tal vez podríamos empezar el ensayo”. La magia en Si bemol mayor del Concierto Nº 2 de Beethoven en los dedos del ejecutante serena los espíritus.

Domingo. Rebeldía e hipocondría nacen tomadas de la mano de un changuito en Toronto (Canadá), ese 25 de septiembre de 1932. Tres años tiene cuando comienza a garabatear en el teclado. A los seis, escucha al gran pianista Joseph Hofmann: “estaba en ese estado maravilloso en el que uno, despierta a medias, oye toda suerte de sonidos increíbles en la cabeza. Eran todos sonidos de orquesta, pero era yo quien los tocaba y, de pronto, fui Hofmann. Estaba hechizado”, dice.

Mal alumno en la secundaria. Solo sueña con pianotear. Alberto Guerrero se convierte en su único maestro. En 1955, el mundo clásico queda boquiabierto. Su versión de las Variaciones Goldberg abre una ventana novedosa en la interpretación de Bach. La gloria camina sola por Canadá, Estados Unidos y una buena parte del mundo. Los conciertos se multiplican, su extravagancia también. Los programas de TV para la CBS y los de radio nutren la leyenda.

Cerveza y emparedado

En Nueva York debe interpretar el Nº 4 de Beethoven. Entra al escenario llevando un vaso con agua. Luego del solo inicial, y esperando que la orquesta concluya su tutti, cruza las piernas y bebe el líquido haciendo gestos. Un crítico le aconseja luego llevar una cerveza y un emparedado de jamón para pasarla mejor. “Me río al escuchar a la gente decir que soy excéntrico… espero que lo que se ha llamado mis excentricidades personales no impida apreciar la verdadera naturaleza de mi forma de tocar. Creo que no soy en absoluto un excéntrico. Es cierto que llevo casi siempre uno o dos pares de guantes, que a veces me descalzo para tocar, y que otras veces, durante un concierto, alcanzo tal grado de exaltación que parece que toque el piano con la nariz. Pero no se trata en absoluto de excentricidades personales, sino tan solo de las consecuencias visibles de una actividad sumamente subjetiva”, se defiende.

Un chico sin infancia (malcriado, dirán otros). Busca constantemente enfadar (y lo logra), sublevarse contra las convenciones. “Chopin no es un buen compositor. Para mí toda la primera mitad del siglo XIX, excluyendo a Beethoven hasta cierto punto, es un fracaso en lo que se refiere a música para solista. Y esto incluye a Chopin, a Liszt y a Schumann. Ninguno de ellos sabía escribir para el piano. La música de esa época está llena de gestos teatrales vacíos, llena de exhibicionismo, y tiene una calidad mundana y hedonista que me repele”, desafía.

1964. Abril 10. Anuncia en Chicago su retiro de los escenarios. De ahí en más se encierra en los estudios para grabar. “La tecnología tiene la capacidad de reemplazar esas incertidumbres, degradantes y humanamente perjudiciales, que trae consigo el concierto”, comenta.

Una carta lo delata

No se le conoce romance alguno, sin embargo, una carta lo delata: “estoy profundamente enamorado de cierta bella muchacha. Le pedí que se casara conmigo, pero me rechazó; aún la amo más que a nada en el mundo y cada minuto que puedo pasar con ella es una pura gloria...” La artista Cornelia Brendel Foss ha abandonado su marido, el compositor Lukas Foss. Se va a vivir a Toronto con sus hijos. La relación se estira hasta 1972. “Creo que circulaban muchas ideas falsas sobre él y en parte eso se debe a que tenía una vida profundamente privada. Pero le aseguro que era un hombre extremadamente heterosexual. Nuestra relación era, entre otras cosas, intensamente sexual”, le revela Cornelia a un periodista de New York Times.

No solo graba; escribe copiosamente hasta llenar un libro de 400 páginas. En Toronto, propone la abolición del aplauso. “Me inclino hacia esa opinión porque la justificación del arte es la combustión interna que enciende en los corazones de los hombres y no sus manifestaciones públicas, vacías y exteriorizadas. El propósito del arte no es la liberación momentánea de adrenalina, sino, por el contrario, la construcción gradual de toda una vida, de un estado de admiración y serenidad”, afirma. Lanza su Plan para la Abolición del Aplauso y Manifestaciones de Todo Tipo.

La notoriedad lo persigue. Recrea sus irreverencias en el insomnio. Ni siquiera la música ni las píldoras pueden derrotar la soledad y la hipocondría. Evita dar la mano a alguien por miedo al contagio. Se comunica con el mundo a través del teléfono. En pleno verano, orejeras, bufandas, guantes y un gabán deplorable lo acompañan a todas partes. Ídolo para los jóvenes norteamericanos, detestado por otros. Nunca la indiferencia. “Hasta donde recuerdo, siempre he pasado la mayor parte del tiempo en soledad. No es que sea antisocial, pero me parece que si un artista quiere utilizar el cerebro para un trabajo creador, la llamada disciplina -que no es más que una manera de excluirse de la sociedad- es algo absolutamente indispensable… todo artista creador que quiere producir una obra digna de interés debe resignarse a ser un personaje social relativamente mediocre”, manifiesta.

El ciempiés

1982. Septiembre 27. El Hospital General de Toronto recibe su flamante medio siglo con una hemorragia cerebral. Quizá se pregunta de qué le ha valido no fumar, no beber alcohol. “Algunas tardes en las que mi emotividad es particularmente intensa, tengo la sensación de que puedo tocar como un dios y, en efecto, así es. Otras tardes me pregunto sencillamente si puedo llegar hasta el final del concierto. Es muy difícil de explicar... porque al tocar el piano la personalidad está totalmente implicada. No puedo pensar demasiado en ello por miedo a convertirme en el ciempiés al que le preguntaron en qué orden movía sus patas y quedó paralizado por el simple hecho de pensar en ello”, murmura en el coma.

Domingo. Es el día y el mes de la llegada y de la partida. La humanidad de Bach aletea tal vez en el inconsciente. Sílabas de luz de “El arte de la fuga” le van abriendo ahora el camino en lo oscuro ese 3 de octubre, cuando el silencio le rodea el corazón a Glenn Gould.

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