Cómo es pasar un año entero sin salir de la casa

Cómo es pasar un año entero sin salir de la casa

El testimonio de quienes padecen enfermedades de base o son adultos mayores y por ello siguen cuidándose como en plena cuarentena.

Cómo es pasar un año entero sin salir de la casa

¿Salgo o me quedo en casa para prevenir contagios? Ellos no tienen la opción de elegir. Por enfermedades propias, o de personas que viven con ellos, transitan los días prácticamente encerrados desde marzo de 2020. Su mundo transcurre más en la web que en cualquier parte. Allí se conectan con amigos y familiares, hacen tareas o trabajan, realizan las compras y se entretienen. Desde que se desató la pandemia, no han vuelto a pisar un bar, ni un colectivo, ni un negocio. Aunque tienen edades y proyectos diferentes, a todos les pasa lo  mismo: deben cuidarse al máximo, como si fuera el primer día de la cuarentena.

“Sólo he salido  de mi casa para ponerme la vacuna”, cuenta al otro lado del teléfono Muña López López, de 84 años. Desde marzo del año pasado, su vida se restringió completamente. Sus días transcurren en la casa donde reside sola, en la capital. Cocina, cose ropa y lee mucho sobre distintas informaciones en internet.

Aunque reniega de la tecnología, Muña -que fue maestra de la primaria toda su vida- reconoce que no tuvo más opción que acostumbrarse a los encuentros por videollamadas con sus seis hijos, 15 nietos y 5 bisnietos.

“Por mi edad, soy persona de riesgo. Algunos de mis hijos trabajan en áreas de salud, así que no podían ni acercarse a verme al comienzo de esta pandemia. Ahora que estoy vacunada, se turnan y vienen de a uno a tomar  un café, a charlar.  Pero tenemos mucho cuidado porque solo tengo una dosis de la vacuna”, remarca López, que es viuda desde hace dos décadas.

Admite que nunca fue muy salidora. Sin embargo, lo de este último año fue tremendo, confiesa Muña. “Extraño ver y abrazar a mis seres queridos. Me hacen mucha falta. Por momentos, detesto la tecnología porque necesito el contacto humano. Después me amigo;  sé que hasta que no termine la pandemia no me queda más alternativa. Trato de ser positiva, pero uno sufre. Eramos muy de juntarnos en familia. Una amiga me buscaba siempre en su auto y nos íbamos a tomar café al parque 9 de Julio. Ojalá vuelvan pronto esos tiempos”, añora.

En un departamento

Para Olivia, de 14 años, y su mamá, Lucila Saavedra, por más de un año el mundo se redujo al departamento donde viven el centro. La adolescente tiene fibrosis quística (una enfermedad genética que compromete los aparatos digestivo y respiratorio) y la pandemia se presentó como el peor de los escenarios a comienzos de 2020.

“Vimos que el peligro era muy alto y nos encerramos. Empezamos a hacer todo desde aquí. La escuela, el trabajo, las compras… todo on line. No dejamos entrar a nadie durante un año. La idea era minimizar riesgos. Olivia siguió con sus actividades extra por internet: hacía teatro e inglés”, cuenta Lucila, que es investigadora y cuando tenía que ir al laboratorio lo hacía en un horario en que no iba nadie más que ella.

Tuvo que armarse de paciencia y de fuerza para sostener a su hija. “No pensamos que iba a ser tanto tiempo y mientras pasaban los días la cosa se ponía cada vez menos llevadera. Oli empezó a sufrir los efectos del encierro, de no ver a sus amigas. Tuvo ataques de ansiedad. Creíamos que podía ser algo de su enfermedad, pero le hicimos los controles y estaba bien. Empezó terapia psicológica y ahí saltó todo”, detalla la  mamá.

Antes del coronavirus, la vida de Olivia era totalmente distinta. Si bien siempre se cuidó al máximo y viajaba dos veces al año a hacerse controles en Buenos Aires, ella llevaba una rutina normal. Iba a la escuela, hacía sus actividades y salía a todas las excursiones programadas.

Durante 2020, como la covid-19 devoró cualquier otra patología, ni siquiera pudieron viajar a que sus médicos la vieran. Todos se hizo por teleconsulta. “Para los análisis de sangre, hablábamos al laboratorio, yo la llevaba en el auto y las extracciones se hacían en la puerta, sin bajarnos del vehículo”, detalla Lucila-

En los días de encierro y soledad, ¿qué estrategias la ayudaron a Olivia? Hacer videollamadas con sus amigas mientras veían películas en forma simultánea cada una en su casa. Así iban comentando lo que sucedía en la pantalla y se ponían al día con las cosas que les pasaban.

“Hace pocos tuvimos una discusión por clases las presenciales. Ella quería volver. La escuela Sarmiento retomó la presencialidad a fines de abril. Lo debatimos mucho. Y  le dimos para adelante por su salud mental. En realidad, va cada tres semanas y extremando los cuidados”, cuenta Lucila. No fue fácil poner las cosas en la balanza. Si todos los chicos están sufriendo, quienes tienen comorbilidades mucho más, admite.

Pese a tanto cuidado, el miedo nunca desaparece. Tampoco la bronca al ver a quiénes no les importa contagiarse y contagiar a otros, dice. “La pandemia  no ha pasado. La gente se sigue muriendo y no tenemos más conciencia que el año pasado. A veces, nos subimos al auto para dar una vuelta (sin bajarnos) y la realidad nos deprime y enoja mucho. ¿Por qué es tan difícil pensar en el otro, en el que hoy no tiene la chance de elegir poder ir a un bar a distraerse o  quedarse en su casa?”, plantea.

Las defensas frágiles

A Ramiro siempre le gustó su trabajo en una oficina de atención al público. Pero desde que comenzó la pandemia no volvió más. Hace lo que puede desde su casa. Exponerse al contacto con mucha gente cada día no es compatible con sus defensas frágiles, explica.

Ahora tiene 35 años. Le diagnosticaron VIH hace una década ya. Aunque hace chequeos en forma permanente y toma la medicación indicada, prefiere no arriesgarse.Así que desde marzo de 2020 prácticamente no ha salido de un departamento de dos ambientes en el centro. “Me adapté, pero por momentos siento que voy a estallar. Extraño todo: mi familia, mis amigos, las salidas a tomar algo, mis compañeros de trabajo, la gente a la que ayudo en sus trámites”, enumera el abogado a través del teléfono.

En los días de encierro en su hogar y en su propia cabeza descubrió que tenía habilidades ocultas: aprendió canto, tomó clases de idiomas y también de guitarra. Hace terapia por teléfono y todos los días mantiene largas conversiones por videollamada con sus amigos y sus papás.

La infectóloga que lo atiende le dijo que salga a caminar. A veces lo hace. Pero a las 6.30 o 7 de la mañana, para no encontrarse con nadie. “Mi doctora me reta, me dice que tengo que tener un poco de contacto afuera. Yo prefiero seguir cuidándome igual que hace un año atrás. Aquí a la gente no le importa mucho la realidad de quienes tenemos otras enfermedades”, cuenta Ramiro. Conoce gente con VIH que se contagió de covid-19 y no la pasó nada bien. A otros no los afectó tanto.

Antes de la pandemia, amaba viajar. Ahora, el solo hecho de pensar en subirse a un avión o un colectivo, le eriza la piel. Esa situación le genera mucha duda: “me pregunto: ¿qué pasa si el coronavirus no se va más, será que no podré volver a salir?”.

A  partir de diciembre y cuando los casos bajaron en Tucumán, Ramiro empezó a recibir la visita de sus papás y sus hermanos. Uno por vez. Ellos, que antes le dejaban las bolsas con mercadería en la puerta del departamento, comenzaron  de a poco a quedarse unos minutos con él. La condición: no sacarse el barbijo en ningún momento, no abrazarse ni saludarse. “Muchos me dicen que exagero. En el fondo, no le deseo a nadie vivir sabiendo que sos más vulnerable”, concluye.

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