“Yo juego en la NBA del jazz, con los grandes”

“Yo juego en la NBA del jazz, con los grandes”

El notable pianista francés padecía un extraño mal y medía 90 centímetros. Concierto con Yehudi Menuhin y Miguel Ángel Estrella.

1999, enero 6. Tres hombres dudan en el horizonte. Dos pensamientos se agitan en sus molleras. La incertidumbre se desliza por la ventana del hospital Beth Israel, de Nueva York. Está con miedo. No es la primera vez. Tal vez puede ser la última. La neumonía le ha sitiado los pulmones. “Temo a la soledad, no me gusta estar solo”, murmuran los 90 centímetros desde la cama. Una síncopa de jazz parpadea en su corazón. Ve a Tony, su padre guitarrista, llevar sus 15 años en brazos para sentarlo en el taburete del piano, en el Festival de Cliousclat, donde debuta como profesional.

Un rumor de escalofrío lo guía ahora hasta la infancia. 1962, diciembre 28. En Orange (Francia), un matrimonio se abraza largamente. Felicidad y desazón. El changuito trae una rara enfermedad bajo el brazo, pero también un don. “Tiene una osteogénesis imperfecta que le provoca huesos frágiles, se rompen y deforman”, escucha decir al médico, que pronostica una expectativa de vida incierta. No puede caminar solo, pero sí tocar el piano. La tenacidad de su abuelo napolitano está a su favor. “Este instrumento quiero tocar”, dice a los cuatro años, luego de ver a Duke Ellington.

Durante ocho años bucea en la música académica (“el entrenamiento clásico es capital. Es el modo en que uno aprende la disciplina y desarrolla la técnica”) y a los 13 pisa un escenario profesionalmente. En el Festival de Jazz de París 81, deja al público en estado de shock. “No se es más humano por medir dos metros. Todo depende de lo que se lleva en la cabeza y en el cuerpo”, dice. Más que huesos sus dedos son cartílagos; para llegar a la parte alta del teclado debe recurrir a una veloz pirueta. Se trepa a la cima de los Estados Unidos; la enana fama ya rueda por el mundo.

“Me volvería loco”

Bill Evans es uno de sus ídolos, el violinista Stéphane Grappelli, otro. “Nunca ensayo; no me gusta. La música encuentra su propia identidad a medida que tocas, más que en un ensayo. Yo juego en la NBA del jazz, con los grandes. La idea es no tener que envidiarle nada a nadie. Si no dejara salir la música de mí o me volvería loco”, afirma.

La seducción viene en envase chico. Sabe que la vida lo apura. Es un corazón ávido de amor y de aventuras. Este “sobrino menor de Danny DeVito” -así se autobautiza- construye y desarma varias parejas: “de pequeño quería casarme y vivir un romance como en las películas”. Apenas tres meses dura su matrimonio con la pianista italiana Gilda Buttà. Las relaciones amorosas son caminitos en su corazón. Con la canadiense Marie-Laure Roperch tiene a Alexandre, también trampeado por la osteogénesis.

1985. El famoso sello Blue Note lo cuenta entre sus artistas y debuta con “Pianism”, en trío con Palle Danielson y Elliot Zigmund. El Festival de Montreux lo aplaude en 1986, esta vez con Jim Hall y Wayne Shorter como laderos y la performance concluye en un memorable disco. “La audiencia te da una energía increíble. Amo la vida y mientras quiera tocar... la pesadilla sería no tener más ideas. De hecho, el trabajo requiere mucho trabajo todos los días, trabajar en conceptos, tratar de tocar mejor. Es un trabajo microscópico. Se necesitan años para convertirse en un músico consumado, tanto en música clásica como en jazz…”, explica.

“Quiero vivir”

Sueña con una escuela internacional de jazz: “es la obra de mi vida. Quiero crear un lugar para el jazz porque está muriéndose día a día…” La creciente popularidad no lo envanece. Su vida es un swing constante. “Si no cambio, me aburro rápidamente. Esa actitud se manifiesta en lo cotidiano. En casa, siempre estoy cambiando de lugar los muebles y en la música es parecido, tengo que innovar sin cesar… a lo que más temo es a la muerte, quiero vivir”, asevera.

París, 1998, marzo 21. El duende de casi un metro de altura arroja las muletas. Se trepa al taburete. Los enormes anteojos giran atrapando ensoñaciones en el aire. Las manos se sumergen en el piano contorneando un pensamiento de jazz. Junto a su sexteto siembra felicidad en cinco mil personas que se han constituido en el estadio de Villebon-sur-Yvette para celebrar los 15 años de Música Esperanza, movimiento de derechos humanos creado en 1982 por el pianista Miguel Ángel Estrella. Cuando el teclado dialoga en trío con la batería de Steve Gaad y el bajo de Anthony Jackson, un espíritu de comunión estremece la noche, como si Tata Dios estuviese ejercitando el amor a través de sus dedos. Hacia el final, la mágica velada lo envuelve en largo abrazo con el violinista y director Yehudi Menuhin y el tucumano Estrella.

Ese miércoles, los acordes de “Round midnight” sosiegan por un momento su ansiedad. Los tres hombres que vienen de una estrella montados en camellos, le dejan en sus zapatos -tal vez por error- una novia malquerida que robará los 36 años de Michel Petrucciani que son ya corcheas sincopadas en el universo.

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