Un pianista en los caminos de la intuición y del corazón

Un pianista en los caminos de la intuición y del corazón

Nacido en Ucrania, fue uno de los grandes ejecutantes del siglo XX. La amistad con Serguei Prokofiev. Perfeccionista casi hasta lo enfermizo. La pintura.

NOTABLE INTÉRPRETE. Sviatoslav Richter afirmaba que su repertorio daba para 80 programas diferentes, sin contar la música de cámara. NOTABLE INTÉRPRETE. Sviatoslav Richter afirmaba que su repertorio daba para 80 programas diferentes, sin contar la música de cámara.

En el piano del padre se acurruca el quinto Nocturno de Chopin. En la panza de la madre, una luz serena siluetea el corazón changuito. 1915, marzo 20. Los pájaros cantan tal vez en Fa sostenido mayor ese sábado en Jitomir, pequeño poblado ucraniano. Él es organista y compositor, de manera que a nadie extraña que pronto su niño juegue con los alambritos de los pentagramas y también en el teatro, donde la música escénica lo hipnotiza.

“La ópera es la gran pasión de mi vida, mucho más que el piano. Aprendí a tocar solo, sin hacer una sola escala. Comencé la carrera de acompañante y luego, para evitar el servicio militar, me fui a Moscú donde conocí a Neuhaus, quien me corrigió especialmente mi posición crispada sobre el piano. El me enseñó la libertad”, dice. Su maestro le devuelve el elogio: “no puedo sentirme orgulloso de un alumno como él. En todo caso, he sido muy afortunado en haber sido elegido su mentor. Encontró la ayuda en él mismo y sobre todo, en su apasionado amor por la música”. Siete años pasan hasta alcanzar la graduación.

Inseguridad, miedo

El haz de luz se filtra ahora en el Si bemol mayor de la partitura. En la semipenumbra, el corazón de Franz Schubert está estremeciendo su soledad. El alma de la memoria bordea el horizonte de los sueños. Imágenes de juventud saltan del piano. Durante la invasión nazi a la Unión Soviética, las órdenes estalinistas hacen desaparecer al padre organista, sospechado de alemán por su apellido. Su madre es expulsada a Rumania y no tarda en volverse a casar. El muchacho desconoce lo que ha pasado porque está estudiando en el Conservatorio de Moscú, bajo la guía de Heinrich Neuhaus. La conmoción se produce cuando regresa a casa. Inseguridad. Miedo. Una sensación de abandono hace trastabillar su vida. Además, pocos creen que sus 22 años puedan volar en el teclado. Inesperadamente encarna a Franz Liszt en una película.

La amistad con Serguei Prokofiev lo salva de la depresión. El compositor le dedica la novena sonata, tras estrenar la sexta y la séptima. Luego debe reemplazarlo en el podio para el estreno de la Sinfonía Concertante para chelo y orquesta que tendrá por solista a Mstislav Rostropovich. “Prokofiev detestaba a Rachmaninov. Es muy simple. Basta escuchar los Estudios Tableaux para darse cuenta por qué”, dice. 1944. Es primer premio en el Concurso de Música de la Unión Soviética; su fama ya desborda en los países vecinos. “Los pianistas rusos de la post guerra eran un pálido reflejo de Richter”, comenta Yehudi Menuhin.

Las notas falsas

“¡Esperen que venga y hablarán luego!”, les dice el pianista de Odessa, Emil Gilels, a los norteamericanos, al sacudirlos con su arte en los 50. La presión le camina por la espalda a lo largo de varios años: “no tenía interés alguno en ir a los Estados Unidos. Me sentía muy bien tocando en mi país, en Polonia, Hungría, especialmente en Checoslovaquia. Cada vez que me proponían la gira, decidía enfermarme, hasta que finalmente no tuve más remedio que aceptar”. 1960. Desembarca en la tierra del Tío Sam. Desde entonces la leyenda no logra abandonarlo. “Estaba de mal humor, básicamente porque no se puede ir en contra de la voluntad. Di varios recitales y conciertos. No toqué bien; con la cantidad de notas falsas podría haber hecho una lotería, pero las críticas eran formidables; eso me sorprendía y desconcertaba”, evoca.

Con sus cofrades David Oistraj y Mstislav viaja a Berlín para grabar con Herbert von Karajan y la Filarmónica de Berlín el Triple Concierto, de Beethoven. “La experiencia no fue nada buena porque no estábamos de acuerdo con el enfoque de la obra, especialmente Oistraj y yo. Rostropovich se dedicó a contemporizar con Von Karajan. Por eso, la foto de la portada del disco, donde aparecemos sonriendo los cuatro, fue una farsa”, cuenta.

Los aplausos lo persiguen por toda Europa. Su memoria es un prodigio: cuando sale de gira no lleva uno o dos programas de concierto, sino 15. Conforma un dúo con el barítono Dietrich Fischer Dieskau. Las personalidades chocan, pero de las chispas brotan magníficos lieder de Brahms, Schubert y Wolf. Toca a dos pianos con su amigo Benjamin Britten y su teclado se abraza a menudo con el violín de Oistraj, hermano de los pentagramas. “Trabajo siguiendo los caminos de la intuición y del corazón. Oigo algo, me fascina y me adueño de ello. A veces un compositor me paraliza un poco. He empleado mucho tiempo en enfrentarme a Mozart, mientras que siempre me he sentido muy a gusto con Haydn y Bach. Chopin fue el detonador de mi infancia. Quedé muy impresionado y conmovido, y me decidí por la música cuando oí a mi padre tocar el quinto Nocturno”, recuerda.

A media luz

La cantante franco rusa Nina Dorliac se adueña de su corazón y lo acompaña sin anillarlo. “En sus años jóvenes estudiaba de 10 a 12 horas el piano; ahora nunca baja de ocho. Su toque se ha vuelto cada vez más sutil y ya no exagera tanto en los ‘forte’”, cuenta ella, mientras él asegura sin pudor que son solo tres, tal vez cuatro horas. Jovial y bromista entre amigos, le escapa a los grandes escenarios. Busca los festivales o las salas pequeñas donde con la música pueda acariciar los sentimientos. “Me gusta tocar a media luz, para que el público se concentre en la música y no en mis manos. Debemos recuperar intacto el pensamiento, el corazón, la desnuda verdad del autor que creó la obra. Debemos meditarla, sentirla, poner nuestra técnica al servicio de este viejo amigo”, señala.

Su ánimo cambiante le teje una temible fama entre los empresarios: “me gustaría ser más conocido por la música que interpreto y no por los conciertos cancelados”. Es perfeccionista casi hasta lo enfermizo. Está siempre insatisfecho con sus interpretaciones. Una vez concluido el concierto, sigue trabajando en casa hasta el amanecer para alcanzar la perfección añorada. Solitario, inestable de carácter, frágil de salud, a veces caprichoso, no se lleva bien con los ingenieros de sonido (“intérpretes paralelos de la obra”) y prefiere grabar en vivo. “Toqué mucho Mozart pero no logré entrar en su mundo. Prefiero a Haydn porque es como la vida. Estoy de acuerdo con Beethoven en que la música debe ir de corazón a corazón. Los pensamientos y sentimientos, la pura verdad de un compositor, deben permanecer siempre visibles en una interpretación… mi repertorio da para unos 80 programas diferentes, sin contar la música de cámara”, explica.

Cuando no toca, su sensibilidad se arropa con la pintura. Kasimir Malevitch y Piet Mondrian le guían los pinceles. 1995. La depresión lo embosca a menudo. Su corazón está cansado, sediento aún de música, cuando las voces esteparias lo reclaman a su patria. 1997, 5 de julio. Abandona París rumbo a Moscú.

Una molestia le zigzaguea el pecho el 1º de agosto. La debilidad ha llegado de la mano del viernes. La ventana deja pasar la voz de su cofrade Fischer Dieskau: “¡Oh humanidad, oh vida! ¿Para qué? ¿Para qué? ¡Cavar, enterrar, día y noche, sin descanso! Esforzarse, afanarse, ¿para qué?, ¿para qué? ¡A la tumba, a la tumba, muy profundo! ¡Oh destino, o triste carga, ya no la soporto más! ¿Cuándo vendrás para mí, hora del descanso? ¡Ven, oh muerte, ven y ciérrame los ojos!” El lied de Schubert le está abriendo ahora las puertas del silencio a los 82 latidos de Sviatoslav Teofilovich Richter.

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