El día en que me enamoré de una jovencita de 93 años

El día en que me enamoré de una jovencita de 93 años

El día en que me enamoré de una jovencita de 93 años

Hasta donde sé, fui el último periodista que tuvo la suerte de entrevistarla. El primer Congreso Internacional de Filosofía (Mendoza, 1949) acababa de cumplir 70 años y Lucía era la última sobreviviente. Aburrido en la redacción, pensé que era una buena excusa, conseguí el número de teléfono y la llamé. Temblaba un poco, a mí su doble apellido me parecía enorme. Por eso me sorprendió el tono jovial, la voz apenas aguda, dulce, cálida y sencilla. Ya no oía bien. Me pidió que le repitiera mi nombre, se alegró de que yo me llamara igual que su esposo y contestó que bueno, que me esperaba al día siguiente en su casa de Yerba Buena. 

Recuerdo que era una lluviosa tarde de otoño y que el rocío cubría el césped del jardín, donde correteaban sus dos perros, que eran grandes y se llamaban Fox y Lina. Ella apareció, muy arreglada, unos metros más allá. Pequeña y delgada como era, estaba parada bajo el marco de la puerta, sonreía y aparentaba muchos años menos de los 93 que tenía. Me miró jugar con sus mascotas y me preguntó si me gustaban. Congeniamos enseguida. Después me invitó a pasar y a sentarme en el sillón del living y me convidó cerveza y papas fritas. Estaba contenta.

Yo había pasado la noche y la mañana leyendo sobre lo que ella había escrito y había llenado con preguntas un par de páginas de mi libreta. Pero toda mi preparación no demoró en irse al traste: dijo que ya estaba cansada de que le hicieran consultas sobre sus estudios. Creo que fue la única vez en que le escuché un tono imperativo. Y por eso prefirió hablar de las cosas que, como decía Gadamer (uno de sus autores favoritos), remueven el pozo de los recuerdos.

Charlamos durante dos o tres horas. Me contó un montón de historias que no entraban en una página del diario y aún conservo en mi archivo personal. Pero sobre todo me atraparon su mirada cristalina, la emoción que transmitían sus ojos claros mientras narraba la fundación del Coro Universitario y la angustia velada que le causaban los nombres muertos del pasado (de ese pasado al que ahora ella también pertenece). Y me fui enamorado, preguntándome por qué yo no había nacido también a principios del siglo XX. Maldije al azar.

Ya no me acuerdo bien, pero debo haberla visto un martes para una entrevista que salió un domingo. El lunes ella me llamó para decirme que le había gustado lo que yo había escrito y para invitarme a tomar el té cuando tuviera tiempo. La visité otra vez y hablamos de filosofía existencialista y pintura, pero también de algunas cosas más terrenales. Ese día la vi reír, comer, acariciar a su gata y rebuscar entre sus más de 4.000 libros viejos, y percibí cómo sus ojos tristes y dulces se perdían a veces al sentir la proximidad de la muerte.

Varias veces más hablamos por e-mail y teléfono, pero nuestro tercer encuentro quedó, recién hoy lo sé, por siempre postergado. Quizá deba resignarme a aceptar el azar. Azar al que ella, tan cercana al ideal de santidad, jamás habría maldecido.

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