El fin de la responsabilidad

El fin de la responsabilidad

La denuncia de Pedicone contra Leiva, y la reacción del vocal y su defensor, provocan escándalo y perplejidad en Tucumán y sus instituciones. Hay que distinguir entre la responsabilidad penal y la responsabilidad política.

Un hecho genera distintos planos de responsabilidad en un funcionario público. No es un acto más porque carga la ineludible responsabilidad que trae consigo desde el mismo instante en que dice “sí, juro”.

Un hecho, por simple que sea, lleva adentro una carga penal, civil, política y hasta disciplinaria. Al mismo tiempo, cada una de esas cargas va a tener causas y procedimientos de castigo o determinación, según de lo que se trate.

Este simplísimo razonamiento no necesita de eruditos para su comprensión. Un abogado con promedio aplazo podría comprenderlo sin ningún inconveniente.

Un hecho podría ser la denuncia penal que el juez Enrique Pedicone hizo contra el vocal de la Corte Suprema de Justicia Daniel Leiva.

Expertos en derecho penal podrían sostener que los audios en los que claramente se escucha dialogar a Pedicone y a Leiva pueden ser inadmisibles en un proceso penal. Y, si así fuera, se podría afirmar que no hay delito alguno y, por lo tanto, alcanzaría para descartar una responsabilidad penal. Sin embargo, lo que dice claramente Leiva de ninguna manera, en absoluto, puede descartar la responsabilidad política.

Por eso Leiva y su abogado fiel, Esteban Jerez, no tienen problemas en negar lo innegable: los audios. De esa manera, podría quedar a salvo de la sanción penal. Pero, de lo que no pueden salvarse es de una sanción por la irresponsabilidad política de actuar como un vocal de Corte nunca debiera hacerlo. Pero, además, a Jerez y a Leiva no les preocupa mucho eso porque en la Legislatura, donde se podría sancionar a un irresponsable político, reina, manda, dispone y ordena Osvaldo Jaldo, padre putativo del vocal. Tanto es así que durante los últimos 10 días lo que más le ha preocupado al vicegobernador ha sido defender a Leiva a capa y espada, sin importarle los costos políticos para él, incluyendo su reputación como hipotético candidato a gobernador en 2023. Es posible que lo haga por la misma confesión que Leiva hizo en la grabación de Pedicone, donde dice que todavía se siente parte del espacio que gobierna.

En sentido jurídico-constitucional, la responsabilidad política no es otra cosa que la conducta de determinados funcionarios públicos. Se refiere concretamente a todo lo que es necesario para mantener la dignidad y para asegurar una gestión honrada y beneficiosa para la comunidad donde le toca desempeñarse.

A diferencia de lo que ocurre con la responsabilidad penal, la responsabilidad política no apunta al castigo de un culpable; en realidad su objetivo final es separar del cargo a un funcionario, que, por razones ajenas a su acción u omisión, ha perdido la idoneidad que la Constitución exige como requisito crucial para el ejercicio de la función pública. La Constitución Nacional habla de “mal desempeño del cargo” y la Constitución provincial refiere la “falta de cumplimiento de los deberes de su cargo”. Significan lo mismo y la Corte Suprema de la Nación ha sido aún más clara o explicativa: “… abarca desde la incapacidad propia del enfermo hasta el proceder rayano en el delito, y la imputación debe fundarse en hechos graves e inequívocos o en la existencia de presunciones serias que autoricen razonablemente a poner en duda la rectitud de conducta y la capacidad del juez para el normal desempeño de su función”.

Esteban Jerez, que alguna vez fuera fiscal Anticorrupción, se aferra a la invalidez de la prueba de las grabaciones con la misma devoción con la que abraza a su defendido. Así lo demostró esta semana cuando el juez Roberto Guyot pidió que se aparte a Leiva de su juzgamiento en el Jury de Enjuiciamiento. Jerez se aferró a Leiva y no admitió –ni dejó- que se lo apartara, pero siempre lo hizo pensando en su posición de defensor -no de juez en la que estaba-. Puede que por un tecnicismo inherente al juicio penal se considere que los audios estén “arruinados” y es posible también que esas grabaciones donde se escuchan claramente las voces de Pedicone y de Leiva no sean un delito. No obstante, pueden ser admisibles, con los peritajes tecnológicos correspondientes que prueben que son ellos y que no han sido tocados los audios, como pruebas para demostrar la inconducta del vocal.

En 1983, en Montreal, se selló la Declaración Universal sobre la Independencia de la Justicia. En el artículo segundo precisa: “El juez tiene libertad y obligación de decidir con total imparcialidad los asuntos que se le sometan, de conformidad con su interpretación de los hechos y de la ley, sin ninguna restricción, influencia, incitación, presión, amenaza o injerencia, directa o indirecta, de cualquier origen o por cualquier motivo que sea”. Hasta el más necio no podría negar que en la charla de café del vocal con el juez, el del órgano supremo incitó al inferior a decidir de una forma determinada en la audiencia que se iba a celebrar minutos más tarde.

El Código Iberoamericano de Ética Judicial le marca el camino al juez para que promueva en la sociedad una actitud racionalmente fundada en el respeto y en la confianza hacia la administración de justicia. Eso dice el artículo 43. Y, el 54, precisa que el juez no debe comportarse de una manera que un observador razonable considere gravemente atentatoria contra los valores y sentimientos predominantes en la sociedad en la que presta su función.

Con estos antecedentes cabría convocar una vez más al más necio, quien, resignadamente, tendrá que reconocer que el hecho que se le endilga al vocal Leiva, lejos de promover el respeto y la confianza hacia la administración de justicia, la dinamita. Tal hecho, desde la mirada de un observador razonable, atentaría contra los valores y sentimientos predominantes de nuestra sociedad.

Estos tristes hechos provocan un estado de escándalo, de incertidumbre y de perplejidad. Deberían ser resueltos con rapidez, con transparencia y con contundencia, pero eso parece imposible en la dirigencia tucumana. El Código de Ética Judicial dice que el juez debe estar dispuesto a responder voluntariamente por sus acciones y omisiones (artículo 44), siendo consciente de que el ejercicio de la función jurisdiccional supone exigencias que no rigen para el resto de los ciudadanos como dice el artículo 55.


El entorno no ayuda

Es muy difícil exigir esas conductas cuando el entorno no puede ayudar con sus ejemplos. El Tribunal de Impugnación, por su parte, ha elegido sus autoridades cuando ha puesto a los camaristas Carlos Caramuti y Eudoro Albo como presidente y vicepresidente, respectivamente. Pero cuando han elevado las actas de dicha elección se han “olvidado” de comunicarle a la sociedad el escándalo que ha sido el Zoom donde se han erigido esas autoridades. Un cuerpo de jueces con tanta desmemoria o incapacidad para contarle a la sociedad lo que ha ocurrido no ayuda en estos tiempos escandalosos.

Algo muy parecido ha ocurrido en el Colegio de Jueces de la Capital, donde la falta de equilibrio de algunos magistrados integrantes ha sido más fuerte que las conexiones de electricidad o de internet para desconectar el Zoom. Finalmente han elegido autoridades, no sin antes mostrar las flaquezas cuando el doctor Diego Lamoglia aceptó manejar la votación “si todos están de acuerdo y prometen manejarse de manera respetuosa…” Una advertencia que sólo los padres suelen hacer a sus niños e inadmisible o increíble entre magistrados.


Violencia estructural

La falta de respeto a los códigos, a las leyes y a las mínimas reglas de convivencia son parte de la vida cotidiana. No están reservadas a los palacios tribunalicios ni legislativos. Derivan en violencia. Lentamente, las reacciones piqueteras que eran protagonizadas por sectores minoritarios, debilitados por la desocupación o la extrema pobreza, han pasado a las clases media y alta. Así, agresivamente, molestos con la impunidad, con la Justicia y con las leyes, se han tapado los rostros y le han cerrado el paso a Lázaro Báez, actuando como ellos mismos criticaban.

La violencia también se ha impuesto y le ha torcido el brazo al mismísimo presidente de la Nación, que ha cedido al reclamo policial. Ha disimulado su flaqueza a lo Robin Hood, pero ha dejado en claro que cuanto con más agresividad se actúa mejor respuesta se obtiene.

El gobernador Juan Manzur ha aprendido la lección y al mínimo WhatsApp policial que decía “y nosotros, ¿qué vamos a hacer?”, reaccionó y dio los ascensos y las incorporaciones que hacía dos años no era capaz de realizar.

Mientras esto ocurre en las altas esferas del poder, por los barrios ya caminan sólo los punteros que sueñan con ser políticos mañana: a ellos los han reemplazado los dealers que disfrutan de repartir dosis de muerte como un negocio más, que no ha cedido ante el desconcertante coronavirus.

En ese marco de violencia se desarrolla uno de los escándalos más tristes de las instituciones tucumanas y los principales actores siguen desesperados buscando mostrar que están de un lado o del otro, como si esa fuera la solución. Ni hablar de las instituciones intermedias: salvo el Colegio de Abogados y la Iglesia Católica, las demás prefieren mirar hacia otro lado, como si los problemas de la Justicia o de la política no les afectara. Y, cuando eso ocurra, será tarde para patalear.

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