La imbatible liga de los odiadores seriales

La imbatible liga de los odiadores seriales

Para quienes piensan que somos los inventores de la grieta valgan las malas noticias, demostrativas de que ni siquiera nos unge el don de la originalidad. Los unitarios publicaban en Montevideo un periódico al que titularon “¡Muera Rosas!” y las pintadas tras la muerte de Evita celebraban “¡Viva el cáncer!” Será que todo empezó el 25 de mayo a la noche, cuando apagaron las velas del Cabildo y cada uno se fue a celebrar con su rancho. Saavedra por un lado, Moreno por el otro, Castelli y Belgrano un poco más allá. Nos encantaría encontrar en la historia lecciones que indiquen lo contrario, pero venimos agrietados desde el origen. Mucha gente valiente, seria y bienintencionada trabajó para enderezar la casa y por eso nuestra zigzagueante construcción nacional se sostuvo y alcanzó retazos luminosos. Pero tampoco es cuestión de engañarse ni de pensar que el odio de hoy nació del repollo del siglo XXI. Los argentinos nos odiamos duro y parejo durante más de dos siglos, hasta conformar una liga de odiadores seriales imbatible. El Presidente pidió terminar con esto, de una vez por todas, en su sobrio discurso del 9 de julio. Se presentó -una vez más- como factor de unidad. Mientras, la caja de resonancia retumbaba en el sentido contrario, convocando a marchas, cacerolazos y ruidazos vacíos de contenido. De puro odio, nomás.

En un listado de lo más incompleto sobre los depositarios del odio aparecen los ricos y los pobres, todo un dato que nos describe como sociedad. Se odia a los que tienen (porque “se la robaron”, por evasores, por egoístas, por parásitos) y a los que no tienen (porque son vagos, “choriplaneros” o, simplemente, “negros”). De ese pantano. ¿cómo se sale? Si el odio es la venganza de un cobarde intimidado, como decía George Bernard Shaw, estamos fregados hasta el infinito.

El ejemplo intenta mirar las cosas con algo de perspectiva, fuera de la dicotomía kirchnerismo-antikirchnerismo. Si uno de esos actores desaparece del escenario histórico -aunque en realidad lo que hará es mutar a otra cosa- las raíces del odio seguirían tan vigorosas como siempre. Las banderas del racismo, la misoginia y la xenofobia continuarían flameando en el mástil del ser nacional, con los agregados propios de la época. La lucha por los derechos de colectivos -al fin- emergentes, que no hacen otra cosa que dar cuenta de nuestra diversidad, azuzan a los odiadores seriales. Basta repasar las redes sociales para conocer las opiniones referidas a la Ley de Cupo Trans. Lo mismo sucedió con la Ley Micaela.


Recordemos...

La belleza de los paisajes y la riqueza de la cultura contrastan con el hervidero institucional que cruza dos siglos de historia tucumana. El odio político, marca identitaria de esto que los argentinos reconocemos como nación, se exacerbó en la provincia hasta encadenar toda clase de tragedias, traiciones y desengaños. ¿Un dato? Las cuatro figuras determinantes de la política tucumana durante la primera mitad del siglo XIX encontraron idéntico final: la muerte a manos del enemigo. Cuatro gobernadores, cuatro ejecuciones.

- Bernabé Aráoz: fusilado en Trancas el 24 de marzo de 1824.

- Javier López: fusilado en la plaza Independencia el 24 de enero de 1836.

- Alejandro Heredia: emboscado y asesinado en la zona de San Pablo el 12 de noviembre de 1838.

- Marco Avellaneda: decapitado en Metán el 3 de octubre de 1841.

No era tiempo de bravuconadas por Facebook ni por cadenas de Whatsapp. Se odiaba con el cuerpo y se mataba. Después de Caseros, de San Nicolás y de Pavón, mientras los tucumanos de proyección nacional -Alberdi, Avellaneda y Roca- se trepaban al bronce, la provincia se convirtió en un colador institucional que acumuló 23 gobernadores (y dos repitieron mandato) en 38 años (1862-1900). Fue un festival de intervenciones federales, renuncias, desestabilizaciones, hoy estoy y mañana quién sabe. Para quienes añoran la “calidad institucional perdida” de la generación del 80 no vendría mal repasar algún que otro manual.

Hablando del siglo XIX no deja de ser interesante sobrevolar nuestro canon literario, esos títulos que religiosamente leemos en el secundario y que, si de algo carecen, es de inocencia y/o imparcialidad. En “El matadero” y en “Facundo” la dicotomía civilización vs barbarie es tan explícita como el odio que profesaban Echeverría y Sarmiento por los federales. En el “Martín Fierro”, Hernández cambia el contrapunto político por el social. El lamento del gaucho tiene la potencia de la denuncia (a la que el propio Hernández le cambió el tono cuando escribió la segunda parte). Cuando Lugones y Ricardo Rojas decidieron que la gauchesca sería la literatura nacional, azorados por el aluvión inmigratorio que venía a romper con la Argentina del ganado y de las mieses, Sarmiento se revolvió en la tumba. Pero nada podía hacer.

Volviendo a Tucumán, ya en el siglo XX, algo muy oscuro se agitaba en distintos planos de la vida provincial. Previo al industricidio perpetrado por el onganiato en 1966, la del azúcar fue una interminable saga de crisis empresariales y de luchas obreras. El cierre de los ingenios dejó un tendal de odio desesperanzador y una tensión social que terminó de la peor manera imaginable. El Tucumán de hoy, violento, a veces brutal, una bomba siempre con el detonador en marcha, es producto de todo eso.

El contrato social se hizo pedazos hace tiempo. Es la victoria más preciada de la liga de odiadores seriales, espacio tan generoso que siempre ofrece lugar para los creativos instigadores de la grieta. Gente que cada día se levanta con la misión de echarle leña al fuego de las divisiones y lo hace con un entusiasmo y una ferocidad que jamás deja de sorprender. Desde encumbradas figuras del periodismo y de la intelectualidad hasta el más anónimo -pero no por eso menos entusiasta- fogoneador de Twitter, en el tren de los odiadores seriales hay boletos para todos.


¿Y entonces?

“¿Y usted por qué rechaza a los productores del campo?”, le preguntan en un móvil de TV a un manifestante. “Porque todavía tienen las manos manchadas con la sangre de Dorrego”, fue la respuesta. Cambio de escenario. Otra manifestación. “¿Y usted por qué rechaza a los peronistas?” Respuesta: “porque gobiernan hace 80 años y se robaron el país”. Los discursos del odio son como esos: cautivos de una precariedad binaria, atados a lugares comunes que los odiadores seriales repiten como loros, autoconvencidos de que tienen razón por la sencilla lógica tribunera del argentino promedio.

Los motores del odio son múltiples e infinidad de investigaciones sociológicas los describen. El problema no es reconocerlos, en nuestro país están bastante claros, sino desarmarlos. Porque el odio es, por sobre todo, cómodo. El odiador serial nunca se reconocerá como tal, porque sería aceptar su propia debilidad y, sobre todo, su incapacidad de demostrar otra clase de sentimiento. El odio es, básicamente, una trampa. Y así vivimos los argentinos, entrampados.

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