Belgrano, una cuestión de imagen

Belgrano, una cuestión de imagen

El Belgrano que conocemos se construyó a partir de representaciones que datan del siglo XIX, pocas pero en extremo valiosas: estas son sus historias.

LÁMINAS, PUNTURAS Y UNA ESCULTURA. Arriba a la izquierda: los dos cuadros atribuidos al francés Francois-Casimir Carbonnier, de 1815. Debajo de ellas, las dos estampas de Núñez de Ibarra, de 1819 y 1820 y, a su lado, el Belgrano ecuestre de Theodore Gericault. A la derecha, la escultura de Francisco Cafferata, hoy en la Plaza Belgrano. LÁMINAS, PUNTURAS Y UNA ESCULTURA. Arriba a la izquierda: los dos cuadros atribuidos al francés Francois-Casimir Carbonnier, de 1815. Debajo de ellas, las dos estampas de Núñez de Ibarra, de 1819 y 1820 y, a su lado, el Belgrano ecuestre de Theodore Gericault. A la derecha, la escultura de Francisco Cafferata, hoy en la Plaza Belgrano.

Hay y hubo muchas formas de ver a Manuel Belgrano, pero hablemos de las imágenes. Está el Belgrano de la escuela, que es el primero que descubrimos y el que más recordamos. Está el Belgrano de los billetes y estuvo el de las estampillas. En nuestra ciudad, hay varios buenos murales con el prócer como figura. En el cine, Pablo Rago lo encarnó hace 10 años e Ignacio Quirós hace 50. A finales del siglo XX, la cultura popular lo transformó en versiones irreverentes, hasta convertirlo en personaje pop. Así, llegó a ser otro personaje más del mundo del espectáculo, otro habitante de la platea posmoderna. En el dibujito Zamba, del canal infantil Paka Paka, es el héroe de la voz finita. Para el divertido, y ya histórico, mundo del indie local, el baterista de la banda Estación Experimental es Belgrano. A lo largo del tiempo fueron muchas imágenes y, es de esperar, seguirán apareciendo, pues Belgrano tiene mucha tela para cortar. Pero volvamos atrás, mucho más atrás, y elijamos tres versiones, al momento de convertirlo en imágenes, durante el siglo que le tocó vivir.

El romántico ilustrado

En la primera, se pone de manifiesto, en cierto modo, la imagen que él quería proyectar de sí mismo. Si tenemos en cuenta que en el acto de posar para un pintor se juegan las expectativas del modelo, las imágenes de las pinturas que se hace Belgrano en Europa contienen tanto su mirada como la del artista. La primera imagen que tenemos lo capta muy joven, casi seguramente durante su viaje de estudio a España, entre 1786 y 1793. Es una miniatura, un delicado objeto, muy en boga durante ese período. Por lo general, se las regalaba o eran usadas como broches, prendedores en la vestimenta. Tendría, por lo tanto, alrededor de 20 años. Es la imagen del jovencito que fue a aprender y a deslumbrarse, es la imagen de un retoño reformista, que volvería a Sudamérica a tomar el puesto de secretario del Consulado. Según Schiaffino, su autor es J. A. Boichard. La pieza es patrimonio del Museo Histórico Nacional, de Buenos Aires.

Años después, cuando Belgrano volvió a Europa, posó nuevamente para un pintor. En este momento, el jovencito ya se había transformado en protagonista de la emancipación de su pueblo. Ya fue vocal de la Primera Junta revolucionaria, ya se calzó la chaqueta militar y, atizado por las tempestades internas y externas, aceptó embarcarse para salvar la Revolución.

En 1814, Belgrano se dirige a Londres, en una misión diplomática y misteriosa. Viaja con Rivadavia para negociar la revolución en los fueros de las potencias mayores. Busca el aval internacional mientras evalúa un sistema de gobierno posible. A ese viaje pertenecen dos retratos que se atribuyen a Casimir Carbonnier, un pintor francés afincado en Londres.

Pequeña pintura que pudo habérsela hecho cuando estudió en España, entre 1786 y 1793. Pequeña pintura que pudo habérsela hecho cuando estudió en España, entre 1786 y 1793.

Estos dos retratos son los que dieron lugar a casi todas las imágenes escolares que, a posteriori, se hicieron del héroe. Uno de ellos se encuentra en el Museo Nacional de Bellas Artes, en la Colección Guerrico de su planta baja (impresionante colección que nadie debería dejar de ver); el otro, en el Museo Dámaso Arce, de Olavarría. El Belgrano de la primera pintura es sumamente franco, con la ligereza y el colorido de la pintura romántica; el segundo, más acartonado, mantiene una pose serena, la vestimenta elegante y sencilla. En la parte inferior, junto a la rodilla izquierda, el pintor ubicó la representación de una batalla. Ya había logrado las enormes victorias de Tucumán y Salta.

El héroe de la revolución

La segunda versión que tenemos son las imágenes que el devenir revolucionario reclamaba de él. En 1819, la revolución estaba al borde de quebrarse. Se había firmado la Independencia y el Ejército de los Andes avanzaba por el Pacífico, pero Buenos Aires y las provincias litorales se hundían en feroz enfrentamiento, mientras las demás ya recelaban su liderazgo.

En 1820, con el abismo de las autonomías provinciales bajo los pies, moría Belgrano, casi abandonado, olvidado de la vida política. Paradójicamente, de esos dos años, tenemos las primeras imágenes del Belgrano héroe. La particularidad de estos retratos es que no se hicieron frente al modelo. Tampoco era necesario. El panteón heroico de la guerra había dado ya sus nombres imborrables, y fijar esos nombres a través de figuras era una necesidad institucional. En un contexto social donde los valores del antiguo régimen se habían deshecho, todos los sectores, en especial el mejor posicionado, quitaba de sus salones los retratos del Rey y la parafernalia religiosa para ubicar los signos del nuevo orden. Esto también posicionaba a las imágenes como un posible negocio.

Luego del triunfo de Maipú, en mayo de 1818, el Congreso proponía, por decreto, la ejecución de un retrato de San Martín para ser enviado “a cada una de las capitales y ciudades subalternas del Estado”. Aparece entonces un platero correntino que se había instalado en Buenos Aires: Manuel Pablo Núñez de Ibarra. Ante la convocatoria, Núñez envió su modelo, que fue aprobado y logró imprimir. Meses después, entre 1819 y 1820, ejecutó unas láminas con la efigie de Belgrano. Se formaba así un pequeño y original mercado de láminas grabadas.

Para esas fechas, el oficial sanmartiniano Ambrosio Crámer viajaba a Francia con la intención de contactar al gran Théodore Gericault. Volvería con láminas de Belgrano y de San Martín, y con espléndidos dibujos de las batallas de Chacabuco y Maipú. Según el especialista Roberto Amigo, el grabado de San Martín de Núñez de Ibarra fue el modelo que llevó Crámer para las litografías encargadas en París.

Hagamos un pequeño paréntesis, pues aquí se presenta un dato extraordinario: si Carbonnier y Boichard eran artistas secundarios, digamos artistas menores en el cánon artístico, no fue el caso de Gericault. Un coloso del arte romántico, que al momento de la realización de nuestras láminas ya era el consagrado autor de “La balsa de la Medusa”. Estas primeras láminas no tuvieron el éxito comercial esperado y hubo que esperar hasta fines de la década para que las imágenes patrióticas se convirtieran en suceso. Este vendría de la mano de un grupo de profesionales recién instalados en Buenos Aires. La suiza, Andrea Macaire, su marido y empresario litográfico, César Bacle, y el dibujante Arthur Onslow imprimieron retratos de varios personajes de la política y de la breve historia de las Provincias del Río de la Plata. Entre ellos, hicieron una tirada de grabados con el retrato de Belgrano.

El prócer de bronce

La tercera y última imagen es el Belgrano que ya se había convertido en pilar de la historia nacional. Dejamos para este caso una sola obra, una escultura que se inauguró en 1884, a más de 50 años de la muerte de Belgrano, y a más de 20 de la unión de Pavón. Aunque Mitre ya lo había convertido en el sujeto principal de la historia, aquí la mirada es menos la del escritor que la del mismo autor de la estatua: Francisco Cafferata. Lo que supondríamos un bronce épico es una figura reconcentrada. ¿Es tristeza o es preocupación? ¿Qué revela ese ceño torcido, qué contiene ese puño que se cierra sobre un papel? Singular prócer con vocación sacrificial, se hace bronce esa historia taciturna. Mucho más que en las otras, en esta figura su mirada revela un ser interior. Más que proyectarlo a una épica nacional, su gesto lo adentra en algún recoveco del alma, donde parece estar alojado un deseo esquivo ¿Puede ser una visión romántica de nuestro sujeto? Puede ser, pero no demasiado. Como decíamos, hay condimentos del propio escultor en esa figura. Terminemos esa historia.

En 1877, el Gobierno argentino envió, como becarios a Europa, a un grupo de pintores y escultores. Ángel Della Valle, Augusto Ballerini y José Bouchet entre los pintores; Lucio Correa Morales y el joven Cafferata, como escultores. Tenía este último 16 años, era talentoso y prometedor, con lo que ese dictum tiene de destino trágico en algunas biografías. Hacia 1882, instalado en Florencia y bajo la férula de sus maestros Passaglia y Luccesi, hizo el boceto, en yeso, del general Manuel Belgrano. Se lo envió al presidente Julio A. Roca, a quien lo entusiasmó la imagen. La quería destinar a las ciudades donde había obtenido sus grandes victorias de Tucumán y Salta, para lo que hizo fundir dos bronces, en el Parque de Artillería, y los envió a las respectivas provincias. Sumaban 49 bultos, que incluían pedestal y rejas ornamentales. En nuestra ciudad, se la inauguró en el centro de la plaza Independencia el 25 de mayo de ese 1884. Cafferata, que era hijo de inmigrantes genoveses, volvería al país en 1885. Estuvo casi siempre interesado en personajes patéticos y desplazados. Esculpió “el esclavo”, “la mulata”, “el mulato”, “Falucho” y, entre otros, el monumento funerario a Ignacio Colombres (en nuestro Cementerio del Oeste). Pionero del arte escultórico en Argentina, se suicidó en noviembre de 1890, con la marca cruel y misteriosa que deja ese final. Su Belgrano, que es la primera escultura pública de nuestra ciudad, se levanta actualmente en la plaza Belgrano, en barrio Sur, frente a la guardia del Hospital Padilla.

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