Al futuro se lo llevó el “aguamala”

Al futuro se lo llevó el “aguamala”

En La Reducción y en el barrio Miguel Lillo las inundaciones dejaron a unas 40 familias sin techo ni objetos personales.

DAMNIFICADOS. Juan Francisco Olivera limpia el barro de su casa. La habitación de Noelia Moyental y sus hijos quedó inutilizable. En Lules comenzaron las colectas de ropa para las familias anegadas. DAMNIFICADOS. Juan Francisco Olivera limpia el barro de su casa. La habitación de Noelia Moyental y sus hijos quedó inutilizable. En Lules comenzaron las colectas de ropa para las familias anegadas. FOTOS LA GACETA/ANTONIO FERRONI

Tristeza, dolor y angustia… cada año la sinopsis se repite con los mismos adjetivos: en los barrios de bajos recursos el agua se lleva hasta lo que no existe. Y entonces, entre palanganas y corridas con bolsitas de plástico, ellos deben empezar de nuevo. A veces -como en el barrio Miguel Lillo I, zona de “Los Chañaritos”- por segunda, o tercera vez.

Para Juan Francisco Olivera a la tragedia le sucede el recuerdo. Desde 2017 vive en una construcción de ladrillos y chapas en una de las ampliaciones que limitan con el canal Sur. Allí también vivió su padre, Francisco Orlando Olivera. “Mi papá trabajó en esta casa, pared por pared, hasta que le diagnosticaron EPOC. Un día se largó una tormenta muy fuerte y el agua nos llegó hasta las rodillas. Siento que lo que más lo lastimó fue la impotencia de no poder salvar sus pertenencias. Murió un tiempo después, y ahora que estoy solo intento pensar con la cabeza en frío”, comenta el obrero mientras intenta sacar con una pala los 30 centímetros de barro que empujan en la entrada.

Al futuro se lo llevó el “aguamala”

Dentro, la heladera quedó en desuso y el olor a humedad se siente en la goma del colchón. Lo que el día muestra entre escombros, por la noche se vuelve un gigante. “Cuando me di cuenta que la presión del agua no iba a dejarme abrir el portón decidí quedarme en la habitación. Me subí a la mesa y esperé a que merme la corriente. Sin darme cuenta terminé dormido ahí”, agrega.

Las fisuras

En el universo de las diferencias, existen márgenes sociales y económicos que separan a las personas entre sí. En el caso de la familia Moyental esos límites son físicos e implican vivir al costado del canal Sur, en los límites entre Yerba Buena y la capital tucumana.

Eran las 22 del miércoles cuando Noelia escuchó la tormenta a lo lejos. Su reacción -empezar a levantar los electrodomésticos y los objetos del piso- fue rápida, pero no evitó que las gotas se filtraran por las lonas del techo. El temporal siguió y media hora más tarde la situación se volvió desesperante: Noelia (con su hija Zoe -de dos meses- a upa) debió esperar bajo la lluvia a que el agua merme.

Al futuro se lo llevó el “aguamala”

Los más pequeños -Tiziano (5) y Sergio (6)- debieron irse entre gritos a la casa de su abuela. “Hace un año que vivimos acá. De verdad quisiera irme, dejar de sentir tristeza con cada pronóstico. Luego, me doy cuenta de mi realidad. Apenas alcanza para comer, ¿cómo, entonces, podemos salir adelante?”, confiesa Noelia, a la espera de que las sábanas y los colchones se le sequen.

El problema es que aunque el agua disminuya, las marcas van a quedar. En el espacio que separa la vivienda, la tierra se fisuró al medio. Y apenas se sostiene por las raíces de las plantas y de la maleza.

La construcción de al lado le pertenece a su hermana Cheny, que describe la inundación con el término “comer”. Ese hambre de la crecida arrasó con el suelo de ripio y la dejó sin cocina. “Un metro tenía el hueco.  Tuve que ir subiendo los muebles y enganchar la ropa en la pared para que no se moje. Y agradecé que alcancé a cortar la luz”, explica.

De los hierros del techo, sobresale ropa infantil. Y en una repisa alta, las remeras y los pantalones se amontonan como pueden. Hay ojotas destruidas entre charcos y juguetes que se pegan a frascos vacíos y maquinitas de afeitar. Lo único festivo entre tanto caos son unas guirnaldas navideñas que continúan enredadas en los pilotes del cuarto.

Luego de recorrer el espacio, Cheny intenta crear un recuento mental de las pérdidas. Ríe (“Mirá, se nos llenó la pelopincho. Vamos a tener dónde meternos, como en Mar del Plata”). Llora, porque no tiene trabajo. Y grita de la bronca. Sus insultos no van hacia ningún político, ni obra o canaleta, sino hacia el “agua mala” -como la llamó- “aquella que no perdona, y menos a los pobres”.

Noche prestada

La calle se llama Democracia y bien al fondo -a mano derecha- está la escuela Fulvio Salvador Pagani. La institución fue el centro de evacuación para 60 vecinos de los barrios San Ramón y 170 Viviendas, en La Reducción (Lules).

Al futuro se lo llevó el “aguamala”

Aunque antes había afrontado aluviones brutales, el miércoles fue la primera vez que Gabriela Saavedra sintió pánico. Sin rastro de la calle, para poder escapar de la inundación debió recurrir a un conocido. “De brazo en brazo y con ayuda de un vehículo pude sacar a mis hijos Keira (6), Sonia (2) y Leonel (9)”, resume como puede Gabriela. Ahora, ya instalada en una de las aulas del colegio Gabriela intenta calmarse. Es la hora del almuerzo y comparten junto a las demás familias fideos con salsa. “Leonel padece hidrocefalia y usa andador. Mi esposo se fue a ver el estado del block y no sé donde estará el aparato. Él lo necesita para cualquier movimiento que haga”, se quiebra.

Llegó hace rato

Ya pasó un día y la casa 1.049 del Ampliación Miguel Lillo sigue llena de líquido amarronado y hay un tetris de ladrillos que eleva los muebles. Con el secador Isabel Margarita Goitea rastrilla lo que sería el hall de entrada. “Otra vez somos noticia, y en el futuro será igual. No tengo miedo de lo que venga, pero me aterra el egoísmo humano y siento dolor por mis nietos. Esos que van a seguir creciendo y viendo las inundaciones; padeciendo sus daños. Y además siento enojo porque ustedes van a leer sobre nosotros. Entonces pasará una semana y se acabó. La gente del interior no tenemos esa suerte, nosotros recordamos cada verano”, reflexiona Isabel.

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