Federico Chopin, ese poeta de las corcheas

Federico Chopin, ese poeta de las corcheas

Hace 170 años, partía de la vida, el compositor polaco, uno de los genios del Romanticismo.

Federico Chopin, ese poeta de las corcheas

A veces dudo si seré yo o no. No sé si será por efectos del coñac… las visiones me envuelven constantemente, pintan nocturnos de mi vida donde el sufrimiento es cántaro rodado, pero también algo de amor, aunque a veces no correspondido. Confieso que mis nervios tartamudean cada vez que veo a Ludowika cruzar las fronteras, llevándome oculto debajo de su vestido.

Ahora miro ese otoño de 1831. No tuve mucho tiempo disfrutar del Sena o de echar unos pensamientos en Notre-Dame porque en la primavera del 32, los latigazos del cólera sembraron muerte y estremecimiento en las calles. Fueron 18 años de añoranzas, de tristeza por mi pago pero también de… bueno, no diría triunfos, pero mi música me abrió paso en ese París que responde a todo lo que se desea. Uno puede divertirse, aburrirse, reír, llorar o hacer lo que se le antoje sin llamar la atención, puesto que miles de personas hacen otro tanto... y cada uno como quiere.

Octubre de 1836. Franz Liszt y Marie d’ Agoult me han invitado a una reunión en el Hôtel de France. Asistí con Ferdinand Hiller. Allí estaba ella. El cigarro de la baronesa de Dudevant, vestida de hombre, se fumaba con ansiedad el deseo cada vez que me semblanteaba. Una suerte de atracción-rechazo en las miradas. Ojeadura tal vez. “¡Qué antipática es! ¿Es una mujer? Estoy por dudarlo”, le murmuré a mi amigo. Ella le comentó a madame Marliani: “¿ese señor es una niña?” Poco más tarde, Aurora supo que yo no era ninguna doncella. Al principio no soportaba su pasado ferviente de amantes, temía ser uno más de la tropilla de artistas merodeadores… Una relación tormentosa. En Nohant, Mallorca o París, la pasión nos encendió los cuerpos que rodaron en el teclado. Los celos de su hijo apostaron al naufragio. Pero el piano nunca dejó de hablar.

Me sucede a veces que no puedo suspirar y, penetrado por el dolor, vierto en el piano mi desesperación. No estoy hecho para dar conciertos; el público me intimida, me siento asfixiado por su impaciencia precipitada, paralizado por las miradas curiosas, mudo ante esas fisonomías desconocidas. Nosotros utilizamos los sonidos con el fin de hacer música, como usamos las palabras con el fin de crear el lenguaje.

Una fiel compañera

La enfermedad ha sido mi fiel compañera. Hasta el día de hoy, los médicos investigan y debaten sobre qué males padecía. Creo que eran espasmos del alma. Exaltación. Melancolía. Pasión. Temor. Dicha. Duda. Desdicha… La simplicidad es el logro final. Después que uno haya jugado con una cantidad grande de notas, es la simplicidad que emerge como una recompensa del arte.

Mis oídos todavía se agitan cuando el Réquiem de Mozart estalla en la iglesia de la Madeleine ese martes 30 de octubre. “Te decet hymnus, Deus”, en la voz de Pauline Viardot, una puñalada de emoción. Tal como había pedido, el órgano descuelga en el funeral mis preludios en Mi menor y en Si menor.

Más que miedo, le tuve respeto, hasta le escribí en vida una marcha para que me acompañara en la partida. La muerte, ese absurdo, ese destino que nos iguala en la nada... Pero sí terror a ser enterrado vivo. “La tierra es sofocante, jura que harás que me abran, no quiero que me entierren vivo”, le pedí a mi hermana. En la madrugada del miércoles 17 de octubre, mi pecho latió en Fa Menor. La balada desvistió un sentimiento: deseaba ver la luz de la eternidad en mi Varsovia natal, Ludowika ya lo sabía, era su misión. Mis párpados se cerraron. Cuando las penas del corazón se convierten en enfermedades, estamos perdidos, es inútil volver sobre lo que ha sido y no lo es ya. Enterraron mi cuerpo en el cementerio de Père Lachaise, pero antes me extirparon. No sin pavor, mi hermana me ocultó entre sus ropas, no era para menos, cruzar las fronteras con un frasco era muy riesgoso.

La última morada

Un pilar de la iglesia de Santa Cruz de Varsovia es mi morada desde entonces, soy un escabeche nadando en una jarra de coñac, lo cual no está mal. Mazurkas, nocturnos, valses, scherzos, impromptus, sonatas, estudios, baladas, polonesas, hidratan a diario mis insomnios. La simplicidad es la meta más alta, alcanzable, cuando se han superado todas las dificultades… No hay nada más odioso que la música sin significado oculto. La vida es una inmensa disonancia”, conjetura quizás un poco ebrio el corazón de Federico Chopin, poeta de las corcheas, cuya música hace 170 años sigue estremeciendo el universo.

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