El alma de una joroba llora

Estruendo. Sofocación. Taquicardia. Una oruga de miedo le surca el espinazo contrahecho. Maderos emponchados en fuego rebotan en las paredes. La tragedia centellea. Rueda perforando el humo. Un quejido de mujer le lastima el corazón. Angustia. Busca la luz. El aire. Presiente la mano de la ternura. Imagina un bochinche de escombros. Una silueta en llamas evapora el humo. Ese cadalso de la desdicha se dibuja en la asfixia. Pedazos de cariátides rebotan a sus pies haciendo añicos la piedad. La risa del herrero Biscornet se escabulle quizás entre las gárgolas. El diablo le ha sobornado el espíritu en 1345. Será por eso que la maldición ha cerrado las puertas para el festín de ese infierno tan temido.

El bamboleo de la joroba intenta disipar el desasosiego. Las caderas gitanas se encabritan aturdidas en su pupila brotada. Grita. El alarido lleva el nombre de Esmeralda. Rastrea con urgencia en la memoria el camino al campanario. Ha perdido la práctica por esos 537 años de inactividad, pero no la agilidad. Las obras de arte se desploman en el llanto. Se apura. Los añicos de vigas lo esquivan. El dolor estalla en los ancestros góticos. Un alarido de amor se filtra en el caos del estruendo. Sus mudas orejas le impiden escucharse. Las lágrimas inmaculadas de una mujer le estiran los brazos. “¡Sálvame!”, le imploran. El din don dan le enloquece el pecho. A cuatro kilómetros de la catedral, en el cementerio Panteón, el suplicio ahoga en un charco de penas la plegaria de Victor Marie Hugo. La desgracia sacude a un pueblo. Lo estremece. Lo desbarranca. La joroba intenta robarle al fuego esa visión santa. Un aullido se hinca de rodillas en la impotencia y agrieta el cielo. El alma de Quasimodo no ha podido salvar a Nuestra Señora de París. ¡Arde Francia de tristeza!

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