Por los precipicios del canto

Por los precipicios del canto

La tucumana Leda Valladares fue una de las figuras clave en el rescate de la música de la Argentina profunda

El verano está soplando quizás una vidalita en la calle Monteagudo 82. El silencio traquetea en la madrugada ese 21 de diciembre de 1919. En los rulos de una changuita presagia tal vez un canto enredado a la chirlera. La guitarra y el canto de Delfín, su padre poeta, arrullan su sensibilidad en el follaje del aire. Los ojos azules aman en tiempo de baguala. Brotan del ombligo de la tierra y se arropan de pájaros en el cosmos. En el pestañeo de hojas del san Antonio de la escuela Sarmiento, se adoban sus deseos caminantes.

“Era un jardín donde el agua de una fuente se mezclaba con el canto de mi padre. Desde entonces empecé a soñar con pianos y guitarras. Mientras tanto, descubría la gloria de cantar en ronda con los chicos del barrio. En las noches calientes de Tucumán, la calle vacía nos dejaba adueñarnos del mundo y bajo la luz de la luna éramos poderosos porque el canto otorga poder y dicha… Mi adolescencia fue deslumbrada por el jazz y el grito negro… A los 20 años me sube la poesía como estallido verbal. Sentí la urgencia de escribir lo inconversable, las taquicardias, las oquedades de la vida”, cuenta.

Su universo sonoro se habita con los misterios de Stravinsky, Ravel, Alban Berg, Schoenberg, Bach. Sus cofrades: el Mono Villegas, Adolfo Ábalos, Lois Blue, le dan la mano del jazz que le pulsa los latidos. Con Lucía Piossek y las hermanas Dora y Susana Lozada, se ejercita en cuarteto. Siembran las corcheas nacientes del Coro Universitario.

Ulula el silencio

Por las calles de Cafayate, pasan a caballo las bagualeras del carnaval. Se detienen bajo la ventana. Ella duerme. Un sacudón de voces de la América profunda sacude el alba. En su pecho ulula el silencio ancestral, el grito develado de la tierra. Del piano y la guitarra se desgajan sus primeras baladas, blues, canciones de cámara. Los viajes por América y Europa le expanden el horizonte del alma. Con María Elena Walsh juega a dúo con el canto. Conquistan París.

El latido telúrico navega en su sangre. Sin ayuda oficial ni movilidad, con un pequeño grabador sale a buscar los documentos sonoros de la identidad, esas fortunas musicales que permanecen ocultas para el pueblo. Camina cerros, quebradas, abrazando las pulsiones anónimas del canto de mujeres y hombres. Escribe libros de poemas, de dibujos novelados, canciones, graba discos.

“Revuelvo Valles Calchaquíes para oír sus gargantas abismales. Desciendo más y más a su enigma y comprendo que es música de otras regiones del ser, aún secretas. Bagualas y vidalas habitan enormes parajes y se dejan cantar por los desolados asombros del valle. Profetizan para atrás y nos hablan de milagros remotos, cuando la voz y el oído servían de rito al cosmos… El grito indígena, el negro, el amarillo, son alaridos milenarios que cuentan otra historia del ser humano, otra visión de la vida y de la muerte… Oír esos partos de la voz significa repensar todo el canto urbano, todo el canto culto, todos los cerrojos que la estética musical de Occidente le puso a la garganta del hombre. En el canto milenario emergen los subsuelos, los pozos, las grietas, todas las texturas del ser”, escribe.

En escuelas, estadios, anfiteatros, con caja en ristre desata la raíz del canto en la garganta de los changuitos. Pone el “grito en el cielo” en los corazones sonoros de Suna Rocha, Liliana Herrero, Raúl Carnota, Fito Páez, Fabiana Cantilo, Gustavo Cerati, Pedro Aznar, Gustavo Santaolalla, León Gieco...

Enajenados

“Nacimos desapegados porque en nuestras ciudades ha silbado el viento de la cultura europea que nos sostuvo enajenados de lo nuestro. Ni el hogar, ni la calle, ni la escuela, ni la universidad, nos hacían mirar y oír nuestras raíces. Nuestra savia de argentinos o americanos se evaporaba sin que la hubiéramos percibido ni disfrutado… Si la vidala hubiera nacido en Norteamérica sería tan famosa como el blues y se cantaría en el mundo entero. En nuestro país está huérfana... Algún día descubriremos la América profunda; entonces nos curaremos de la intoxicación del batifondo musical con ese blasón del alma colectiva que se convertirá en la voz de ese ser nacional que nunca alcanzamos a dilucidar porque lo buscamos por los caminos de los parientes ajenos”, afirma.

2012, Buenos Aires, 13 de julio. Por los precipicios del canto, anda desde hace tiempo su alma ya desmemoriada. La gota de agua contiene el latido del universo y de todas las soledades humanas, también del corazón. “Si la muerte me anda buscando, yo un favor le pediré, que me deje seguir cantando y me lleve después...”, le dicta desde alguna arista del silencio, Gerónima Sequeira, coplera.

“Eterna, como un ruido de hojas, de ramas chocándose en el viento. Enorme, de haber mirado el cielo. Eterna, solo puedo acordarme de la lluvia, gota a gota. Enorme, solo me acuerdo del amor”, escribe Leda Valladares en los ecos del universo.

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