La mujer que no podía llorar, un recuerdo en primera persona

La mujer que no podía llorar, un recuerdo en primera persona

Se cumplen seis meses desde el derrumbe del Parravicini donde Cora Sosa y su hijo Miguel Morandini, mis tíos, perdieron la vida.

TRAGEDIA. La fachada del ex cine Parravicini (inaugurado en 1923) se desplomó y provocó la muerte de tres vecinos. la gaceta / foto de antonio ferroni (archivo) TRAGEDIA. La fachada del ex cine Parravicini (inaugurado en 1923) se desplomó y provocó la muerte de tres vecinos. la gaceta / foto de antonio ferroni (archivo)

Era miércoles, me acuerdo porque estábamos en Panorama Tucumano y nos tocó cubrir la noticia. Dimos vuelta el programa para transmitir el minuto a minuto del derrumbe del Parravicini. Yo le mandaba mensajes a mi vieja para que vea porque estaba muy impresionada.

Terminamos como a la medianoche y nos dimos un aplauso con la producción después de mucha adrenalina. Ahí me suena el celular. “La Corita y Miguel están desaparecidos” me dice mi mamá desesperada. Nadie más que ella sabe lo que la palabra “desaparecidos” significa. Un horrible dejavú, una maldición que parece caer siempre sobre mi familia.

Cuando llegué al hospital todavía quería creer que los iba a encontrar sedados en alguna camilla. Que estaban inconscientes pero vivos y que por eso no contestaban el celular y no habían llegado a la casa. Quería creerlo incluso cuando caminaba por los pasillos de la morgue. Quería que me muestren los cuerpos de otras personas, que todo fuera una gran equivocación. Pero algo dentro mío ya sabía.

Caminando por ese interminable pasillo trataba de recordar sus voces, sus detalles en vida. Los miles de regalos de la Corita, de las cosas que ella misma hacía. Cuadros, vitrocerámica, cajitas pintadas y decoradas con servilletas y espejitos, entre mil cosas que adornan mi casa. “Oleme el culo”, me vino a la cabeza de pronto. La voz de la Corita bien nítida, terminando una discusión. Y yo, entregada al llanto y a la angustia por los pasillos de la morgue no pude evitar reírme sola, como una loca. Me duele admitirlo pero cuando ella llamaba a mi casa, dejaba el teléfono y me ponía a hacer alguna otra cosa mientras tanto. Con un “ajá” de vez en cuando era suficiente; ella hablaba hasta por los codos.

La Corita no podía llorar. Sufría, sí, le había tocado una vida dura: una hermana desaparecida, criar sola a su hijo, y en algún momento se le acabaron las lágrimas para siempre. “Me duele el pecho, hija, no sé qué hacer”, le dijo una vez a mi mamá cuando se murió una de sus mejores amigas. Como si no tuviera lagrimales, el dolor se le amontonaba en el pecho y no la dejaba respirar. Cuando encontramos a mi abuela en el Pozo de Vargas, tampoco pudo llorar. Estuvo varios días en la cama con el pecho hecho un nudo y la sensación de que a su hermana la habían matado ese mismo día y no cuarenta años antes. “Durante muchos años, cada vez que escuchaba ruidos en la casa, pensaba que me tiraban el cuerpo de ella en el pasillo”, me confesó una vez. Aunque le costaba admitirlo, nunca perdió la esperanza de encontrarla viva.

También me dijo alguna vez que mi abuela era la única hermana con la que se llevaba bien. No podían ser más diferentes. Ella correcta, testaruda, responsable. Nunca aprendió a andar en bicicleta porque no podía desobedecer a sus padres. Mi abuela Ana, en cambio, era rebelde. Se olvidaba las medias y la mochila para ir a la escuela, se trepaba a los árboles y jugaba a pintarle las uñas a los pollitos. Llegaba siempre tarde y se reía por todo a carcajadas. Las dos, mujeres generosas y comprometidas. Ana eligió la militancia; Corita la caridad.

Un día mi tía Cortita vio en la tele la noticia de una mujer que había tenido cuatrillizos. Era muy humilde y pedía ayuda porque no sabía cómo iba a hacer para criar a esos cuatro bebés. La Corita averiguó dónde vivían, se tomó un colectivo esa misma tarde y por veinte años le donó una parte de su sueldo a la mamá de los cuatrillizos para que pudieran estudiar. Así era ella.

Desde afuera la tía Cortita parecía una mujer dura. No se le daban bien los abrazos o las caricias pero amaba hacer regalos con sus propias manos. Cuando vaciamos la casa, encontramos reliquias que había guardado por cuarenta años. El souvenir de la comunión de mi hermana, fotos de mi mamá y mis tíos de niños, dientes de leche, cartas, postales de los viajes que hizo, fotos de sus días de maestra, un carnet de afiliado al Sindicato de Luz y Fuerza entre toda clase de objetos del pasado. Para una mujer que no hablaba nunca de sus recuerdos, su casa era como entrar en una máquina del tiempo. La mesita de madera de niños en el cuarto del taller tenía una notita atrás: “Esta mesita me la regaló la mamá de Mónica el 20 - 6 - 37. Pido dentro de lo posible que la traten bien. Sea cualquiera el que la quiera llevar”

Entre los tesoros que encontramos en su casa había cartas de amor. Nunca se animó a confesarle a nadie, ni siquiera a su hijo. Mi mamá no quiso leerlas y estuvo a punto de tirarlas para guardar ese secreto. La Cortita se hubiera ofendido a muerte. Salvé las cartas de la basura pero tampoco me animé a leerlas. Sólo vi el encabezado “mi peticita”. 

La mañana de ese fatídico día la Corita habló con mi mamá. Le dijo que no vaya a buscar los tamales que le tenía preparados porque iba a salir con Miguel a comprar una funda para el celular nuevo. Estaba entusiasmada, quería aprender a mandar mensajes de whatsapp porque eran gratis y así iba a poder comunicarse con todo el mundo. “Y para qué? Con quién querés hablar?” le había dicho su hermana más chica. Sobre el sillón al lado de cama dejó una notita con dibujos de todos los símbolos que tenía que aprender para usar el celular nuevo. En el cuarto del taller también se dejó los almohadones sin terminar que estaba bordando junto a dos regalitos envueltos que ella había hecho y que nunca sabremos para quienes eran.

Miguel era puntual así que la buscó a las siete. Los miércoles eran los días en que la visitaba porque salía de trabajar temprano y tenía que esperar unas horas antes de buscar a su novia del trabajo. “Capaz que por esos abortos de la naturaleza Miguel me lleva a tomar un cafecito después”, le había dicho a mi mamá ese mismo mediodía por teléfono. Estaba ilusionada, le encantaba encontrar excusas para que su hijo la visite.

Pasan los meses y no dejo de pensar en todas las cosas que tuvieron que salir mal. Si no hubiera comprado ese celular, no habrían pasado caminando al lado del Parravicini esa tarde. O si cuando Miguel se lo regaló se hubiera acordado de comprarle una funda... O si le hubiera regalado un celular de otra compañía. O si el empleado de Personal no se hubiera demorado en atenderlos. O si en vez de estacionar el auto ahí en la cochera al lado de ese edificio lo hubiera dejado en cualquier otro lugar. O si “por esos abortos de la naturaleza” hubieran cruzado la calle para tomar un cafecito en el Molino. Un instante fatal, un minuto exacto, una lotería absurda. Esas cosas que uno cree que le pasan a los demás. Pero no, tampoco fue su culpa que los obreros hubieran sacado un pilar central del edificio los días previos, colapsando así la estructura. Ni que la Municipalidad hubiera hecho la vista gorda. Ni que ese edificio de cien años estuviera en refacciones sin ningún tipo de vallado. Ni que alguien coimeara a alguien. No fue su culpa caminar por pleno centro a la tarde de un día miércoles cualquiera. Entonces, ¿De quién es la culpa?

Días después nos enteramos por los medios que un testigo se frenó unos pasos antes de que el edificio se desploramara. Escuchó el estruendo y alcanzó a ver a Miguel envolver con su cuerpo a la Corita. Trató de proteger a su mamá antes de perderse para siempre en una montaña de polvo y escombros.

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