La victoria del canto

Llueve soledad. Un rebaño de silencio detiene la estampida de la nada. No hay pájaros. Las sombras de la angustia se burlan de la vida. Nada le ha sido fácil. En el barril sin fondo del amor se ahuecan sus fracasos. Su sed inconmensurable busca siempre el afecto. Un casamiento de negros le despierta fugazmente una sonrisa. Los hijos son pétalos de amores truncos. Sus dedos son raíces del canto profundo, que germina en los cogollos de la pobreza, en el barro de la dignidad. La bofetada de la injusticia la subleva. Una lágrima de luna se demora en el cielo negro del sufrimiento. Estrecheces. Hambre. Cabra del monte que le guapea a la adversidad. No tiene dueño. Compone. Recopila. Poetiza. Teje. Pinta. Cocina. Un abismo imposible de colmar la acorrala. A veces la devasta. “Cinco noches que lloro por los caminos, cinco cartas escritas se llevó el viento, cinco pañuelos negros son los testigos de los cinco dolores que llevo adentro”, murmura.

Deja su canto en bares. Para miles, la vida puede ser apenas una moneda. La Araucanía se le pega en los costados. Los abuelos le abren el pecho de sus coplas. Un gajo de la tierra aflora en grabaciones, recitales, en tapices y pinturas, en esperanzas de greda. Áspera. Huraña. Las picaduras de viruela no han podido salpicarle la decencia. La guitarra es salamanca de sus pensamientos. De sus miedos. De sus pesares. También de sus alegrías. Una cueca danza en su cuerpo. Una carta le hierve en la sangre. París, Ginebra, saludan su arte. La incomprensión en su tierra la golpea. La libertad tiene precio. Tanto amar para que las manos del corazón se queden desiertas. “Qué amargas son las horas de la existencia mía, sin olvidar tus ojos, sin escuchar tu voz…”, piensa. Pese a todo, ella le ha dado la marcha de sus pies cansados, la risa y el llanto… 1967, febrero 5. “Me falta algo... no sé lo que es. Lo busco y no lo encuentro... Seguramente no lo hallaré jamás”, masculla. La depresión la arrincona ese atardecer, antes de que una bala desanude la tristeza en el pañuelo del adiós.

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La Cordillera se arrodilla ante el vuelo del canto. En un jardín de una república late ahora una voz rodeada de pobreza, también de alborozo, de ternura. El pan falta a veces, pero el abrazo, no. El cerro San Javier despabila sus albas de changuita soñadora. Las alas de la zamba llevarán lejos sus pensamientos. No sospecha que un nuevo cancionero le abrirá la garganta de la libertad y los poros de la hermandad latinoamericana. Oprimidos, marginados, explotados, se abroquelarán en el puño de su voz. Encuentros, desencuentros. Amor. Desamor. Todos los aplausos del mundo son incapaces de desterrar su soledad. Los ecos de la lucha de su hermana mayor le han tocado su alma. Una tiene la fuerza de la poesía, la otra, el fervor de la canción. También se pregunta qué ha sacado con quererlo. En el rin del angelito titilan los pueblos americanos. Con el favor del viento, con el sol quemando arriba, de la mano del amor quiere volver a los 17. El canto es una victoria sobre la pena, dice Atahualpa. Una tucumana trasmuta en un vino hermano esas gotas de vid chilena. Violeta Parra y Mercedes Sosa le están dando gracias a la vida, que las ha abrazado en el canto de todos, que es un solo canto.

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