Retrato de Erich Priebke

Retrato de Erich Priebke

En este fragmento de Odessa al Sur (editorial Aguilar) el autor describe su encuentro con el criminal nazi que vivió en Bariloche y murió la semana pasada en Roma

20 Octubre 2013

Por Jorge Camarassa

Erguido sobre su metro ochenta y cinco, seguro de sus modales educados, el ex capitán de las SS hitlerianas Erich Priebke abrió la puerta de su departamento y me invitó a pasar. Una llovizna fría caía aquella mañana sobre San Carlos de Bariloche, mil quinientos kilómetros al sur de Buenos Aires, y Priebke, el hombre que la miraba caer desde la ventana de un tercer piso, tenía los ojos grises y helados como las gotas. El día anterior, viernes 6 de mayo de 1994, su nombre había empezado a recorrer vertiginosamente todo el mundo. Ante una insobornable cámara de televisión, Priebke, octogenario y lúcido, había admitido su participación en asesinatos en masa, su fuga de Europa en 1947 con la ayuda de la Iglesia católica, su establecimiento e inserción en la Argentina, y su relación con otros ex camaradas que, como él, habían llegado al país después de la guerra.

Sin proponérselo, a casi cincuenta años de la caída del Tercer Reich, había vuelto a atraer la atención sobre una leyenda negra: la de los criminales de guerra prófugos y su último refugio en el santuario argentino.

La importancia de su caso (y en esto mismo iba a estar su condena) la daba el hecho de que parecía dispuesto a hablar, a contar en primera persona su propia historia, una ventana abierta a la historia mayor de los nazis después del nazismo. Yo sabía esto cuando tomé el primer avión para ir a verlo, y sabía también que sólo era cuestión de tiempo que Priebke se arrepintiera y se llamara a silencio, como había permanecido los últimos cincuenta años. Pero, mientras hablara, su caso se convertiría en una inagotable caja de sorpresas.

Aquella mañana de mayo de 1994, y al día siguiente, después de casi cinco horas de charla, supe que los fantasmas del Tercer Reich aún sobrevolaban Bariloche. En su casa, Priebke me habló de su vida, de la guerra, de la matanza de las Fosas Ardeatinas, de las relaciones con altos dignatarios de la Iglesia, del respeto servil con que los policías fascistas italianos se inclinaban ante su lustroso uniforme de oficial SS, y de la misteriosa y bella ciudad donde vivía.

Eric Priebke, quien por entonces se hacía llamar Otto Pappe, había llegado a San Carlos de Bariloche en 1954 con su esposa, Alicia Stoll, y sus hijos, Ingo y Jorge. Bariloche entonces, más que ahora, parecía un pedazo de la Selva Negra recostado entre la cordillera de los Andes y el Nahuel Huapi, en el corazón de la Patagonia de los lagos. Una colonia alemana nutrida y poderosa, que había crecido desde el inicio de la guerra, le dio la bienvenida.

Por las calles de la ciudad caminaba el médico de Auschwitz, Joseph Mengele; el ex piloto de la Luftwaffe, Hans Ulrich Rudel, participaba en los torneos de esquí del Club Andino; el financista Ludwig Freude, amigo de Perón, tenía una casa camino al Llao Llao; el artífice de la "solución final", Adolf Eichmann, pasaba ocasionalmente sus vacaciones cuando algún amigo lo invitaba, y Friedrich Lantschner, el ex gobernador nazi del Tirol austríaco, ya había abandonado su falso nombre de Materna y empezaba a edificar una empresa constructora.

En Bariloche, Priebke se sintió como en Berlín o como en el cuartel romano de la Gestapo donde había trabajado. Hablaba solamente en alemán, bebía cerveza en el Deutsche Klub, se encontraba con ex camaradas en sus paseos por la costa del lago, y cada 20 de abril festejaba los cumpleaños de Adolf Hitler en el último piso del hotel Colonial, en las habitaciones que ocupaba Hermann Wolff, dueño del restaurante El Jabalí.

El grado que Erich Priebke había ostentado durante la guerra, capitán de las SS, le abrió camino entre la colectividad. Dos años después de su llegada al pueblo puso una fiambrería a la que llamó "Viena", y se transformó en el presidente de la Asociación Cultural Germano Argentina. Empezaba a ser un hombre público. Empezaba a ser "Don Erico". 

Al principio vivió modestamente en un barrio de chalets de una planta y calles irregulares. Sus vecinos eran el ex agente de inteligencia del ejército alemán Juan Maler, el ex magistrado y oficial superior de las SS Max Naumann, el banquero nazi Carlo Fuldner y el ex gobernador Lantschner. A otros oficiales de la Gestapo o las SS, como Ernst Hamann y Winfried Schroppe, los encontraba cada tarde en el Club Alemán.

Desde la asociación que presidía, Priebke controlaba el colegio de la colectividad, que durante la guerra había sido considerado propiedad enemiga, expropiado y luego reabierto con el nombre de "Primo Capraro". Enérgico y emprendedor, don Erico había comenzado a construir una hostería en los terrenos de su casa, y después la había transformado en una clínica. Impulsaba el colegio, incorporaba actividades sociales al Deutsche Klub, mandaba gacetillas al diario Argentinische Tageblatt, que las publicaba con su firma, y participaba en la vida comunitaria como líder de los alemanes de Bariloche.

Durante cada Fiesta de la Nieve estaba en el palco con el gobernador y el intendente de turno, se sacaba fotos con militares y jefes de Policía, presidía el desfile de las colectividades, donaba mantas y cunas al hospital regional, era miembro del Rotary y socio vitalicio del Automóvil Club Argentino. Era un buen vecino.

Pero el 9 de mayo de 1994, cuando dos oficiales de la Policía Federal llegaron hasta su casa para comunicarle que estaba detenido, a Erich Priebke el mundo se le vino encima. Y ni él ni los otros buenos vecinos de Bariloche pudieron entender qué tenía de malo aquello de lo cual lo acusaban: fusilar civiles con las manos atadas a la espalda.

Eso, decían, había ocurrido mucho tiempo atrás y muy lejos de esa idílica ciudad patagónica.

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