

Gabriela Pousa - Analista política y directora de Perspectivapolítica.info
De un tiempo a esta parte es muy complejo adentrarse en el concepto de opinión pública y hallar una definición que satisfaga. Las teorías que antaño parecían explicarlo todo se vacían frente a un escenario en constante cambio. La introducción de nuevas tecnologías, las experiencias personales frente a ellas, las condiciones socio-políticas gravitan y modifican el qué, el cómo y el cuándo.
Se habla de la influencia de los medios, de la manipulación informativa con liviandad supina. Intereses hubo, hay y habrá siempre, pero ello no es sinónimo de meterse en la cabeza de la gente. No se puede reducir a la nada al individuo, y menos sobredimensionar el poder mediático cuando las estadísticas muestran una singular caída en las ventas de diarios, y se esfumaron los 30 o 40 puntos de raiting que la TV lograba antaño.
En las últimas elecciones, el gobierno perdió la mitad de su caudal electoral; sin embargo, maneja una pauta millonaria y controla una red informativa magnánima. ¿Cómo se sostiene el mito? Lamentablemente, la actual administración política ha generado fútiles antinomias poniendo a editores, periodistas y comunicadores en el rol de villanos por el sólo hecho de mantener al pueblo informado. Simultáneamente, al vivir todo como un Boca-River de domingo, surgieron voceros oficiales cuya función es disputarle el partido al otro equipo. Así nació lo que podría denominarse: el periodismo militante. Dos bandos, tal es la dialéctica política del kirchnerismo. En el medio, la gente con una nueva y sagrada misión: optar y discernir. El espectador pasivo ha dejado de existir.
Es cierto que el argentino promedio es contradictorio por naturaleza. Vive mirándose el ombligo pero detesta verse aislado remando contra la corriente. Si eso sucede, el agua blanda se convierte en dulce de leche. Por esa razón, vuelve al rebaño aunque se queje. A conciencia, no quiere estar ni adentro ni afuera de la gran masa.
"Los medios, los políticos manipulan pero uno nunca es manipulado". Ese es el credo popular contemporáneo. Las encuestas, las mediciones de imagen, los sondeos sobre determinados temas se leen como si fuesen opiniones vertidas por foráneos. Aún cuando se adhiera, hay una vital resistencia a verse involucrado.
Ahora bien, cuando se produce una movilización para reclamar algún derecho y las calles se pueblan de pares, hay que estar. Y nada complace más que volver al hogar con el cartel que reza: "Yo fui a la Plaza", "Yo estuve en la marcha".
Vivimos al límite entre la necesidad de pertenencia y el deseo de diferenciarnos. Opinamos pero no es fácil asumirse luego parte de aquello llamado "opinión pública", quizás por el enigma que rodea a ese binomio, y que todavía no logró ser descifrado. La opinión pública es la que expresa las voces de los ciudadanos. Ahora bien, si ella enumera nuestras ideas es redentora; si no lo hace, es un invento político o mediático. Ni una cosa ni la otra. La opinión pública es una sumatoria de coincidencias acerca de determinados temas que atañen a una mayoría. La posibilidad de no estar contemplados en ella no la deslegitima.
Como hemos visto con el periodismo, vivimos en un país donde todo tiene una versión oficial y otra paralela como si fuese posible la existencia en duplicado. Sucede también con el dólar, con la inflación, con la aduana, con la realidad, con el relato...
En este contexto, es factible que haya una opinión pública genuina y otra prefabricada a conveniencia de intereses sectarios. A estas divisiones nefastas se suma la génesis de versiones clandestinas o adulteradas contenidas en un lenguaje paralelo cuya característica es el uso indefinido de eufemismos y falacias.
Como por arte de magia, palabras como genocidio o tiranía se infiltran en la oratoria oficialista. No se trata de complots ni conspiraciones destituyentes sino de la instauración de ideas que posteriormente se atribuyen a una "dictadura mediática" inexistente. Alguien tiene que tener la culpa cuando se venga abajo todo este andamiaje con alambre atado.
Si bien el poder de los medios existe y es innegable su influencia, mayor o menor según los casos, a esta altura de las circunstancias ya nadie compra merluza compactada creyendo que es trucha fresca o ahumada.
El diario de mañana puede anunciar que la Argentina se ha convertido en la panacea universal, que los argentinos no saldrán a la calle ciegamente a festejar. Hay algo insoslayable: mientras a la ficción nos la cuentan, a la realidad se la experimenta.
Hoy por hoy, la mejor ley de medios es el control remoto del televisor y el estante donde apoya los diarios el canillita del barrio.
En definitiva, la verdad no está en una editorial de la prensa, ni en el atril de Balcarce 50 sino en la experiencia de cada ciudadano.
Pocas veces una época fue tan fecunda. Lo pasado ya no sirve y lo nuevo no ha llegado. Hay trabajo por hacer, y esta claro que quién decida llevarlo a cabo será en lo sucesivo, el verdadero dueño del poder.







