Conejos, cazadores y culatazos

Conejos, cazadores y culatazos

Santiago Garmendia | Doctor en Filosofía

09 Septiembre 2012
"Un crítico anónimo es un sujeto que no quiere rendir cuentas sobre lo que dice o calla acerca de los demás y de las obras que estos producen", es la opinión de Arthur Schopenhauer acerca de la figura de la crítica anónima de las obras literarias o filosóficas. Velar el nombre se presentaba como una necesidad para que el crítico no sea perseguido por el autor despechado. Pero, observa Schopenhauer, "uno de cada cien casos" cumple el propósito: el resto logra "librar de toda responsabilidad al que no está en condiciones de defender aquello que dice". Sin ser tan lapidarios, observemos que el anonimato es una situación extraordinaria que merece evaluarse respecto del objetivo y la situación en la que nace.

No se debe pasar por alto la relación entre los términos anonimato y anomia, entre la falta de nombre y la ausencia de ley. El nombre nos ata a una cultura, a un sistema de reglas y normas. Nos ubica en un plexo de relaciones que implican sostener cara a cara nuestras opiniones y nuestra propia identidad. Esto se exacerba en sociedades relativamente chicas como la nuestra, lo que explica muchos casos particulares a nuestra comunidad virtual. Muchos de los comentarios aluden a personas o instituciones conocidas. Nuestras historias están quizás demasiado unidas y, como bien dice Roberto Espósito, la violencia no se manifiesta por la diferencia sino por la estrecha familiaridad. En el límite, recordemos que es muy frecuente que las sociedades sean fundadas míticamente sobre el crimen fraterno (Caín y Abel, Rómulo y Remo). Dice el refrán: pueblo chico, infierno grande.

El anonimato es una figura mórbida de tiempos de crisis; si el nombre remite a la moral, la falta deliberada de nombre hace repensar ese sistema de reglas, y las actitudes de los individuos hacia ellas. Nuestro escenario es la tecnología, que amplifica ciertas paradojas morales humanas y que genera otras nuevas.

Como dice el filósofo Andrew Feenberg, una de las mayores antinomias de la tecnología es que las acciones tecnológicas tienen efectos sobre los sujetos que las realizan: los sujetos somos los inadvertidos objetos de los artefactos. Inadvertidos porque no son obvios y son intencionalmente velados: es claro que el rifle está hecho para causar daño al conejo y no al cazador. Pero, aunque la peor parte se la lleva el conejo, no se puede ignorar los enormes cambios (ecológicos, morales, económicos) que supone su uso. ¿Cuál es el culatazo a la comunidad de anónimos? Son muchos los efectos de perder la costumbre de debatir cara a cara: quebranto de la capacidad argumentativa, indiferencia a la verificación y pérdida de perspectivas sobre un problema.

Una amarga paradoja final es que, facilitado por la tecnología, el anonimato puede ser una herramienta positiva en el debate de ideas, evitando (además de la persecución) la falacia Ad Hominen. Esta falacia consiste en la descalificación de lo que se dice por el hecho de que quien lo expresa es de tal credo, raza, género, clase social... Por lo común, esta enorme potencialidad liberadora no se realiza en el caso que examinamos. Al contrario, con el anonimato pululan las desacreditaciones del mismo tipo de la falacia que podría superar.

Una salida tranquilizadora sería decir que es constitutivo de la naturaleza humana hacer daño siempre que no haya consecuencias para el autor. Lo cierto es que son patologías históricas y sociales, a las que hay que estudiar y diagnosticar por sus causas y efectos, tanto para los conejos como para los cazadores.

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