Imponente cátedra de humildad

Imponente cátedra de humildad

Un bastón, un bigote nevado, un ojo ciego y un perro molesto que muerde a las mujeres con pantalones: Héctor Tizón es un hombre imponente en la tarde mansa de San Salvador de Jujuy. Su voz arrugada al servicio de la anécdota no acusa apremio porque hace tiempo que el tiempo dejó de ser un problema para él. Tiene un año justo por delante e incontables vidas transcurridas entre Yala, la diplomacia, el exilio, la política y la magistratura. La prosa une ese rompecabezas multifacético y lo acerca a los encantadores de palabras que expelió el siglo XX americano: Julio Cortázar, Augusto Monterroso, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Augusto Roa Bastos, Mario Benedetti, Juan Carlos Onetti... Tizón, sin embargo, da cátedra de humildad como si estuviese convencido de que toda grandeza de carne y hueso queda pequeña al lado de la inmensidad del cerro. En el prólogo de "A un costado de los rieles" (1960) redondea este postulado: "el primer libro de un escritor por lo general padece de dos presunciones. La primera de ellas tiene que ver con la jactancia de pretender llevarse al mundo por delante; la segunda, más inocente, es la de su mirada virgen, la fresca insensatez de creerse el primero en descubrir aquello que va a narrar. Pero esto es también lo que constituye su fuerza y su inimputabilidad. Después, el transcurrir del tiempo le va enseñando que bajo el sol no hay nada nuevo, que no es el primero, y tampoco, por suerte, será el último en sentirse una pura llama que brota del espíritu".

Y sin embargo y a su modo, cree en la inmortalidad de la creación literaria. Lee y relee "El Quijote", y vuelve a extasiarse con la dimensión humana de Sancho Panza: "¡soñaba con gobernar una isla cuando ni siquiera había sido gobernador de su casa!". Tizón sabe que en ese juego cervantino hay un principio y un final; que lo que hace vivir es la fantasía de una ínsula y lo que hace morir es no desear más.

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