"La historia del vapor en el país está aquí"

"La historia del vapor en el país está aquí"

VESTUARIOS. Entre los yuyos se ven los armarios y lavatorios de los empleados,  que ahora no tienen techo. LA GACETA / FOTO DE ANALIA JARAMILLO VESTUARIOS. Entre los yuyos se ven los armarios y lavatorios de los empleados, que ahora no tienen techo. LA GACETA / FOTO DE ANALIA JARAMILLO
04 Octubre 2011
"Sabés dónde estás parado? En 100 años de historia y pasión", dice un resquebrajado cartel en medio del predio. En esos momentos, en realidad, estábamos parados sobre yuyos, botellas rotas (que arrojan desde el asentamiento) y viendo cómo las antiguas oficinas de los directivos ya no tenían techo. "Al sacarles las chapas, el agua pudrió la madera y se vino todo abajo", explica Ariel Espinoza.

"Qué lindo debe haber sido esto", fue la frase que no podíamos dejar de repetir durante las tres horas que duró el recorrido.

"La historia del vapor en la Argentina está en este lugar", reconoce Ariel, amante declarado de los ferrocarriles en un gesto que abraza virtualmente todo el perímetro. Ellos sueñan que el Gobierno decida invertir en ese lugar para que se convierta en un museo a cielo abierto antes de que todo se pierda y no quede nada por rescatar. "Todavía hay máquinas que tienen una historia y valor incalculables", cuenta.

En cada una de las 15 naves (galpones) se llevaba a cabo parte del armado de un tren. En la de pinturería y tapicería trabajaban más de 300 personas, también estaba la nave de carpintería en la que se fabricaban los bancos y todo el interior de la carrocería; la herrería y un sector al aire libre para el secado de la máquina. El proceso terminaba en el galpón de distribución, desde donde salía la máquina a las vías. "Se la probaba en un recorrido corto hasta El Cadillal antes de que entrara en funcionamiento", explica Ariel. Desde esos talleres se abastecía a todo el país. No en vano se lo consideró el taller más grande de Latinoamérica. En tiempos de guerra, funcionaron respondiendo a la demanda interna de coches.

Las caminerías de todo el predio son de acero, placas de más de 100 kilos que servían de reserva en caso de guerra o de trabas a la importación. Las entradas de las oficinas de los directivos son de mármol de carrara. En el devastado paisaje todavía es posible imaginar la opulencia y el lujo que representaba el ferrocarril. "La persona que manejaba la movilidad era como un especie de secretario de transporte interno. Todo el día había movimiento de máquinas que entraban y salían y debía ser perfectamente controlado", comentan Ariel y Antonio Martínez.

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