Amiga, hablemos de plata (o por qué nos cuesta tanto hacerlo)

Amiga, hablemos de plata (o por qué nos cuesta tanto hacerlo)

¿Cuándo fue la última vez que una mujer dijo en voz alta cuánto gana sin sentir vergüenza? No recuerdo una escena así entre mis amigas, mis tías, mis compañeras de trabajo. Sí recuerdo otras: diagnósticos de amor, disecciones minuciosas de silencios masculinos, operaciones de rescate emocional. Recuerdo conversaciones sobre cuerpos y sobre dietas. Conversaciones larguísimas que parecían importantes y quizá lo eran. Pero nunca-o casi nunca- sobre dinero.

La pregunta es sencilla y, a la vez, desestabilizadora: ¿por qué las mujeres no hablamos de plata? ¿Qué hace que un asunto tan cotidiano y decisivo quede relegado al margen, envuelto en pudor?

Varios estudios sociológicos coinciden en que no se trata de desinterés, sino de una historia cultural del silencio. Como dijo Virginia Woolf hace casi un siglo, para escribir -para existir en el mundo- una mujer necesitaba “un cuarto propio y 500 libras al año”. Lo llamativo es que, incluso hoy, hablar de esa renta -de cuánto vale el trabajo, de cuánto cuesta el tiempo- sigue siendo, para muchas, un terreno incómodo.

En ese contexto aparece la experiencia de Laura Visco, publicista argentina, 45 años, con una carrera larga en agencias multinacionales. Parte de su vida profesional estuvo marcada por algo poco frecuente: fue “la amiga que hablaba de plata”. La que hacía preguntas directas: “¿Cuánto ganás?” “¿Negociaste?” “¿Qué valor tiene tu trabajo?”

Las respuestas, casi siempre, revelaban una incomodidad que no era personal, sino generacional: “Prefiero no pedir aumento, no vaya a ser que lo tomen mal.” “Agradezco lo que tengo.” “No quiero quedar molesta.”

Ese repertorio de frases, repetido en distintos grupos y edades, expone algo más profundo que la dificultad para negociar: expone una socialización distinta. Como señala la filósofa Nancy Fraser, la cultura asigna temas “nobles” a las mujeres -el vínculo, el cuidado, la armonía- y temas “duros” a los varones -la ambición, el dinero, la competencia-. Y esa división no necesita ser explícita para ser eficaz: opera en los silencios.

Sobre ese trasfondo, Laura tomó una decisión poco habitual al casarse: solicitar un acuerdo prenupcial. No como gesto de distancia, sino como un modo de nombrar lo que tantas mujeres sienten pero no dicen. A partir de esa experiencia escribió el libro y creó el proyecto (charlas y bootcamp para mujeres) “Amiga, hablemos de plata”, que propone lo que el título anticipa: habilitar un espacio donde las mujeres puedan conversar sobre dinero sin culpa, sin vergüenza y sin que la palabra “ambición” funcione como un reproche moral.

Lo interesante es lo que ocurre cuando ese tabú empieza a aflojarse. Aparece lo que podríamos llamar “el acto de contar para entender”: al hablar de plata, muchas descubren por primera vez cuánto vale su trabajo, qué les incomoda pedir, qué renuncias económicas hicieron para sostener otros roles, qué miedos heredaron sin cuestionarlos.

Incluso empieza a aparecer un lenguaje que antes no estaba disponible. Porque, como recuerda la francesa Annie Ernaux, “lo que no se dice, no existe del todo”.

Narrar la autonomía

En los últimos años, varios libros escritos por mujeres -algunos desde la economía, otros desde la autoficción o el ensayo- están explorando este territorio: el dinero no como cifra fría, sino como una forma de narrar la autonomía, el deseo, la injusticia, el tiempo propio. Son textos que discuten no solo cuánto ganamos, sino cómo aprendimos a sentirnos en relación con lo que ganamos.

La experiencia de Visco y de tantas otras revela un patrón: a los varones suele animárselos desde chicos a negociar, a pedir, a “no regalarse”. A las mujeres, en cambio, se les transmiten mensajes asociados a la docilidad: agradecer, no generar conflicto, evitar ser “demasiado”. Un linaje emocional que rara vez incluye conversaciones sobre inversiones, negocios o valor económico.

No es que no sepamos hablar de dinero: es que no nos enseñaron que teníamos derecho a hacerlo.

El problema es que ese silencio no es neutral. Cuando las mujeres no hablan de plata, las desigualdades se vuelven más difíciles de ver. Si nunca se pregunta cuánto gana la compañera de al lado, ¿cómo advertir una brecha? Si la culpa aparece antes que el deseo, ¿cómo habilitar la negociación? Si la gratitud reemplaza al reclamo, ¿cómo nombrar la injusticia?

Hablar de dinero no garantiza la igualdad, pero el silencio sí garantiza la opacidad. Y la opacidad siempre beneficia a los mismos.

Quizás por eso proyectos como el de Visco resuenan: porque recuerdan que la conversación económica no es un lujo, sino una herramienta de supervivencia. Que nombrar el dinero no es ser codiciosa, es ser consciente. Que hablar de cuánto valemos no es soberbia, es un modo de hacer visible lo que el discurso tradicional pide invisibilizar.

El problema es haber creído, durante tanto tiempo, que no debíamos hacerlo.

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