Muchos chicos se suicidan. Muchos más se autolesionan. ¿Quién los está escuchando?
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Por Tucumán pasó Daniel Korinfeld, invitado a brindar la conferencia inaugural del Congreso Internacional organizado por la Facultad de Psicología de la UNT. El año pasado, en coautoría con Daniel Levy, Korinfeld publicó el libro “Autolesiones y situaciones de suicidio en adolescentes”. Esta no es una crisis secreta, privada e intrafamiliar, advierte el especialista, sino un problema de salud pública de enorme magnitud. Como tal, no se resuelve callando ni ocultando.
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Históricamente, el suicidio de un adolescente iba acompañado del furibundo “de eso no se habla”, como si de un estigma vergonzante se tratara. Los tiempos han cambiado. Días pasados, una multitud de chicos -del colegio mezclados con los del club- se unieron en Tucumán para despedir a un compañero que se había quitado la vida. Ellos sí hablaron de lo que estaba pasando y de cómo se sentían, con un lenguaje y una claridad que descolocó a muchos de sus mayores. Aquí radica otra clave: sintonizar con ellos, desde la palabra y la acción.
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Las estadísticas -antes negadas o silenciadas- indican que el suicidio es la segunda causa de muerte entre jóvenes de 10 a 19 años, sólo detrás de los accidentes de tránsito. No es nuevo el fenómeno, sino su creciente intensidad. La Organización Mundial de la Salud registra que los casos aumentaron más de un 30% en las últimas dos décadas en América Latina. El Ministerio de Salud de la Nación añade que la tasa de suicidios en adolescentes se duplicó entre 2000 y 2022, con níveles críticos en Jujuy, Chubut y Misiones. Y un informe que el Observatorio de la Deuda Social Argentina (UCA) elaboró tras la pandemia determinó que el 24% de los adolescentes afirmó haber tenido ideas suicidas alguna vez, y el 11% reconoció haber realizado algún tipo de autolesión.
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Se debe, en buena medida, a que atravesamos una tormenta perfecta en la que se combinan soledad, precariedad, violencia cotidiana, incertidumbre económica y una sobreexposición a las pantallas que genera un doble efecto: la desconexión de los vínculos reales y la ansiedad por pertenecer a un mundo que es, en esencia, ficticio. Y, por sobre todo, inmensamente cruel. Es demasiado para subjetividades en construcción, como las de niños y adolescentes. La depresión los acecha. Como subraya Korinfeld: “el suicidio no es un acto individual aislado, sino un síntoma social”. Clima de época, que le dicen.
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“Los adolescentes están hiperconectados pero emocionalmente solos -enfatiza la psicóloga Maritchu Seitún-. Muchos padres creen que el bienestar de sus hijos depende de mantenerlos ocupados o vigilados, pero lo que realmente necesitan es tiempo compartido, escucha y contención. Cuando eso falta, el malestar se canaliza en conductas autodestructivas o de riesgo”.
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Korinfeld aporta un concepto importantísimo. “Los chicos quieren hablar de estos temas, necesitan hacerlo -sostiene-. Pero no encuentran adultos con los cuales hablar bien, que valoren lo que dicen y lo que pueden hacer”. Lo de hablar bien es central, porque implica mantener conversaciones de calidad, que son las que suelen esquivarse cuando se percibe el conflicto. Los vínculos de mala calidad, los defectuosos, generan las peores consecuencias. Esa responsabilidad les cabe a los adultos. Será difícil que la asuman si andan por la vida con la cabeza en otro lado.
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La comparación, el acoso y la búsqueda de validación permanente integran la normativa de Instagram, TikTok, X. Pero hay otras redes que los chicos utilizan y de las que sus padres ignoran su existencia. Los chicos consideran obsoletos a los buscadores y se ríen de quienes googlean. Saben que la “verdadera” internet es la deep web y por allí circulan con sus propios códigos. Se pone difícil el rastreo digital de contenidos. Entonces, la herramienta central es la palabra. Hablar de ese flujo constante de imágenes idealizadas, cuerpos perfectos y narrativas de éxito que generan una presión invisible. El Observatorio de la Juventud (Injuve) detectó en 2024 que uno de cada tres adolescentes reconoce haber sentido angustia o tristeza por compararse con otros en entornos digitales.
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Claro que el problema va más allá de la autoestima. El entorno digital también alberga contenidos explícitos -desde desafíos a tutoriales- de autolesión y suicidio que circulan sin control. Según la Fundación Grooming Argentina, se registran semanalmente más de 500 denuncias de contenidos de riesgo emocional compartidos entre menores. Los llamados “efectos Werther” -la imitación de conductas suicidas tras su exposición en redes o medios- se multiplican en contextos donde no hay mediación adulta ni acompañamiento emocional.
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Los signos de alarma suelen presentarse mucho antes del desenlace trágico. Cambios bruscos en el comportamiento, aislamiento, alteraciones del sueño o de la alimentación, abandono de actividades placenteras, frases de desesperanza o interés por la muerte son indicadores que requieren atención inmediata. Sin embargo, muchas familias no saben cómo actuar o minimizan el malestar bajo la idea de que “es una etapa”. Eso es porque se ha perdido la capacidad de leer el sufrimiento.
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“No todo malestar adolescente es una enfermedad mental. A veces es una respuesta saludable a un mundo que no ofrece esperanza. Hay que escuchar ese malestar, no silenciarlo con medicación ni con indiferencia”, recalca Alicia Stolkiner, psicóloga sanitaria y profesora emérita de la UBA.
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Lo concreto: el debate público va encaminado a romper el tabú que rodea al suicidio. Lo único que hizo el miedo a hablar del tema, por temor a “incitar” conductas suicidas, fue contribuir a invisibilizarlo. El silencio no protege, sino que agrava el problema. Lo sintetiza Korinfeld: “hay que involucrarse: con nuestros hijos, nuestros sobrinos, los chicos del barrio, los hijos de los vecinos. Meterse, acompañar, tratar de sacar estas cosas adelante cada día. Esa es una tarea cotidiana, comunitaria y afectiva. Las problemáticas de salud mental no pueden abordarse desde un consultorio aislado, requieren de toda la sociedad”.









