La campeona que peleó mucho antes de subir al ring

La campeona que peleó mucho antes de subir al ring

No había guantes, árbitro, ni campana, tampoco alguien en la esquina que le gritara “arriba, Loco, una más”. Esta vez no se levantó. Pero no fue porque no sabía cómo. Era solo que ya había peleado suficiente. Mucho antes de subirse a un ring, Alejandra Oliveras ya sabía lo que era el dolor. Tenía 14 años cuando quedó embarazada y su pareja, un hombre de 28, le dio la primera de muchas golpizas. A los diez días de nacido su hijo, él volvió a pegarle. También al bebé, porque no se callaba. Ese fue el día en que Alejandra decidió empezar a entrenar: no por gloria, no por medallas, sino para frenar esos golpes. Porque antes del primer combate oficial, antes del primer cinturón, ya había peleado por su vida en la habitación de su casa.

Fue boxeadora mucho antes de calzarse los guantes.

El boxeo no le enseñó a pelear. Solo le enseñó a hacerlo con reglas. A pegar sin destruir. A resistir sin callarse. A gritar sin que le taparan la boca. Encontró en el ring lo que afuera le negaban: respeto. Un poco de orden en el caos. Un rincón en el que podía respirar. Tal vez por eso se aferró a ese deporte como si fuera un bote en medio del naufragio. No le importaban las heridas, los hematomas, el cansancio. Ya estaba acostumbrada a perder. Pero también sabía lo que era insistir.

A Alejandra le decían “Locomotora” porque no paraba. No por su fuerza -que la tenía-, ni por su potencia -que era evidente-, sino por su avance. Porque venía de un lugar donde detenerse era morir.

Su entrada al boxeo fue, como muchas cosas en su vida, accidental. Trabajaba en la radio del pueblo y un día comentó al aire que quería ser boxeadora. Al salir del programa un entrenador la invitó a su gimnasio. Pero no fue solo eso. Fue la oportunidad sumada a una vida entera de resistencia. Louis Pasteur decía que “la casualidad solo favorece a los espíritus preparados”. Oliveras no buscaba un ring, pero estaba lista para pelear desde antes de saberlo.

Ganó seis títulos mundiales. Pero no hablaba mucho de eso. Hablaba, en cambio, de su mamá, de sus hijos, de los golpes que no se ven. Hablaba de todo lo que el boxeo le había dado: seguridad, foco, orden. Era una mujer que venía a inspirar. Venía a gritar que estaba ahí.

Salvarse de la violencia

En un país donde tantas mujeres tienen que defenderse sin herramientas, sin ser escuchadas, sin espacios donde refugiarse, Oliveras encontró en la violencia una forma de salvarse de la violencia. No de la que duele sin sentido, sino de la que se transforma en defensa, en lenguaje, en afirmación. Su cuerpo, muchas veces lastimado, fue también su escudo. ¿Qué clase de mundo permite que esa sea la única salida y obliga a una mujer a endurecerse para que no la rompan? ¿Por qué hay tantas que solo logran escapar a fuerza de pelear más fuerte que los demás?

Hay algo profundamente injusto en que tantas mujeres tengan que recurrir a la violencia para protegerse de la violencia machista. Que deban aprender a pegar para que no les peguen. La violencia no debería ser un destino, ni una herramienta de autodefensa. Pero cuando no hay opciones, cuando todo alrededor es hostil, muchas eligen endurecerse. Ser duras, fuertes, bravas. No por elección, sino por urgencia. Y en ese camino, muchas veces, se ven forzadas a apagar el fuego con más fuego. A matar la violencia con más violencia.

La escritora francesa Virginie Despentes escribió una vez que “una mujer se convierte en sujeto cuando responde a la violencia”. No lo dijo desde un lugar teórico, sino desde la carne: fue violada por tres hombres a los 17 años, trabajó como prostituta y escribió sobre eso sin suavizar nada. Su libro Teoría King Kong -publicado originalmente como Violame- se volvió un manifiesto feminista incómodo, brutal y lúcido. Alejandra Oliveras encarnó esa frase con cada músculo. No fue víctima dócil ni heroína ejemplar. Fue cuerpo que responde. Voz que no baja el volumen. No usó las palabras que gustan a las marcas ni los gestos que se piden a una campeona. Usó los suyos, los nacidos en la frontera entre el abandono y la furia.

Murió esta semana, después de pelear su última batalla, esta vez sin guantes. Una embolia pulmonar masiva, consecuencia de un ACV, la dejó internada en terapia intensiva. Tenía 47 años. Era madre. Seguía entrenando. Seguía gritando.

Queda su eco. Y quedan muchas chicas entrenando en gimnasios de barrio, atándose las vendas con los dientes, mirando de reojo las fotos viejas de la “Locomotora”. Aprendiendo que el cuerpo puede ser también un lugar donde resistir. Que la furia, a veces, puede ser la única forma de respirar.

Oliveras no fue una historia de éxito. Fue una historia de pelea. Y eso, en este mundo, no es menor.

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