Historias tucumanas de trasplante y esperanza

Una mujer que volvió a ver, y una madre que decidió donar los órganos, hablan de la importancia de dar incluso desde el dolor.

NUEVA CHANCE. Desde su trasplante Valeria es nadadora y dedica su vida a concientizar sobre la importancia de dar una segunda oportunidad. NUEVA CHANCE. Desde su trasplante Valeria es nadadora y dedica su vida a concientizar sobre la importancia de dar una segunda oportunidad.

A los 23 años, Valeria Sardi se enteró de que veía apenas un 3% de un ojo y un 30% del otro. Lo desconocía. Había aprendido a reconocer a las personas por la voz, el perfume o la forma de caminar, y lo descubrió buscando una simple cirugía refractiva. Pero lo que vino después fue un diagnóstico contundente: queratocono, una enfermedad genética que deforma progresivamente la córnea. La única salida era un trasplante. Si no, la ceguera total.

Dos décadas después, Valeria no sólo volvió a ver, sino que también floreció. Es una mujer trasplantada, activista, y nadadora. Cada vez que participa de una charla o competencia, lleva consigo una bandera con forma de flor y dos ojos distintos, hechos de pétalos rosados, lilas y fucsias, los únicos colores que distinguía en los días oscuros. Hoy, esa insignia es su símbolo y su mensaje: donar es dar vida.

Largo camino

El primer trasplante llegó un sábado de Semana Santa, el 3 de abril de 2003. Duró nueve horas. El segundo fue dos años después. En cada uno, Valeria se enfrentó al quirófano con conciencia y determinación. “Podía saber que lo necesitaba, pero si no quería, era ir contra mi voluntad”, recuerda. Los cuidados fueron extremos. Seis meses en cama, sin vapor en la cara, sin duchas, con una compotera de cristal con agujeritos para proteger el ojo. “Nunca me dolió. Estaba muy contenida. Tenía una pirámide de contención entre mi médico, mi familia y yo. Y mis amigos”, dice.

Después del trasplante, aprendió a cuidarse de forma quirúrgica. Se lava la cara con agua mineral, evita los amontonamientos, usa muy poco maquillaje y sostiene los controles oftalmológicos como un ritual. No toma medicación. Pero hay algo más: “Trato de tener buen humor siempre. El sistema inmunológico tiene que estar alto, y mi estado de ánimo es parte de mi cuidado”, sostiene.

La vida antes de ver con claridad era un acto de adaptación constante. Para cruzar la calle, seguía la marea de gente. Para tomar mate, escuchaba cómo subía el agua. Para subir escaleras, tanteaba el próximo escalón con la punta del pie. “No sabía que tenía tan poca visión porque hacía todo. Hoy lo único que no hago es manejar”, asevera.

Valeria se convirtió en una referente en campañas sobre donación de órganos y tejidos. Participa en encuentros, escuelas, charlas. “Donar es el acto de mayor amor. Una persona fallecida puede salvar hasta siete vidas. Decir sí a la donación achica la lista de espera”, reflexiona

También compite en natación en los Juegos Argentinos y Latinoamericanos para Trasplantados, donde se reúne con atletas de todo el país. “Ser trasplantado no es una limitación. Es otra forma de vivir y puede abrirte un mundo de posibilidades”, indica.

El otro rostro

Del otro lado de la historia, más de una década atrás, Pablo Ezequiel Sarco vio una publicidad en la televisión que inspiró su deseo de ser donante de órganos. Poco después y cuando estudiaba el profesorado de educación física, gente del Incucai fue a la facultad un día en el que él no estaba. “Me hubiese gustado anotarme”, les reveló a sus padres. Y ellos no lo olvidaron.

En 2013 y a poco de terminar sus estudios superiores, el joven de 24 años tuvo un accidente al regresar de un festejo del Día del Amigo. Las heridas no eran compatibles con la vida y los médicos declararon su muerte cerebral. Tres días después sus padres honraron su pedido de ser donante

Su madre, Dora González, es quien cuenta lo que ocurrió para poner rostro a la parte de la donación, y la más dura. La de tener que decidir dejar ir a un ser amado, para salvar otra vida.

“No hay palabras para tanto dolor, pero nosotros no dudamos. Fue horrendo, pero estábamos conscientes de que no había una luz de esperanza. Al menos para mi hijo”, asevera la mujer.

“Ante la falta de conocimiento quizás no lo hubiésemos hecho. no obstante”- admite Dora- “ya estábamos informados. En los caso irreversibles muchos esperamos el milagro, pero quizás nuestro ser querido puede ser el milagro que otros también esperan”, reflexiona.

Cada historia como la de Valeria se enmarca en un contexto provincial que acompaña. Tucumán fue reconocida recientemente por el Incucai como una de las provincias con mayor tasa de donación de órganos del país: 18,4 donantes por millón de habitantes.

“Espero que haya más visibilidad. Más concientización y que cada donación se haga desde el amor porque es lo único que nos queda”, remarca Dora.

Es que, en cada decisión de donar, hay alguien que empieza de nuevo. Quizás como Valeria, que hoy milita por la vida con su bandera de pétalos y ojos, y subraya: “Aunque no podía ver las flores, sentía su perfume. Ahora las veo. Y sigo escribiendo con esos colores”.

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