CONVENIO. El equipo que usaba Carrizo en sus viajes forma parte de la colección del Museo Histórico de Catamarca. Se exhibe hasta el 25 de julio. LA GACETA / FOTOS DE OSVALDO RIPOLL
A lo largo de 40 años, Juan Alfonso Carrizo transitó campos y cerros del NOA recopilando con rigor científico la poesía de tierra adentro. La tarea de aquel maestro rural devenido etnógrafo quedó plasmada en una serie de cancioneros, cuya edición constituyó un tesoro cultural legado en las primeras décadas del siglo XX. El rescate de la figura de Carrizo forma parte de la muestra “Espigar los campos”, montada como parte de los festejos por los 35 años del Centro Cultural Rougés.
El Doctor en Letras Martín Aguiérrez ofició de guía por las salas de la espléndida Casa Cainzo, que también está de festejos por sus 112 años de vigencia frente a la plaza Independencia, en Laprida 31. Aguiérrez explicó que el objetivo central de esta exposición patrimonial es visibilizar los inventarios producidos y gestionados por figuras fundamentales del saber regional. “La generación del Centenario en Tucumán proyecta un imaginario propio, en contraposición al que se gestaba desde Buenos Aires, donde esta región era considerada un desierto cultural. Estos actores tucumanos se propusieron demostrar que el NOA tenía historia, conocimiento y riqueza simbólica”, sostuvo.
En ese sentido, Carrizo se erigió en pionero a la hora de recolectar el folklore oral, hasta reunir un completo archivo sonoro del NOA. “Junto a Carlos Vega, Isabel Aretz, Andrés Chazarreta y Orestes Di Lullo, Carrizo fue un precursor de figuras como Leda Valladares -destacó Aguiérrez-. Hizo su tarea con papel y lápiz, sin grabadoras ni medios técnicos, poniendo el cuerpo en cada viaje”.
A LOMO DE MULA. Con estos enseres recorría Carrizo campos y cerros.
La muestra exhibe enseres personales de Carrizo, entre ellos la valija, cuadernos de campo, objetos de aseo -como los que usaba para afeitarse- y su característica manta. Todo lo que empleaba a lo largo de sus viajes. En otra vitrina se ven ediciones originales de los cancioneros que publicó con el sello de la Universidad Nacional de Tucumán.
Estos materiales provienen del Museo Histórico de Catamarca y se articulan con paneles explicativos que contextualizan la relevancia de Carrizo como recolector y difusor del patrimonio musical popular del NOA. Allí está detallado su derrotero, que inició en Piedra Blanca -donde nació en 1895-, siguió con los estudios en la Escuela Normal y se sostuvo desde el vínculo establecido con otra figura importante de la época, como el sacerdote lourdista Antonio Larrouy.
La imponente silueta de Carrizo -pesaba 130 kilos- a lomo de mula se convirtió en un clásico de los Valles Calchaquíes y de la Quebrada de Humahuaca. Tomó la posta de investigadores como Samuel Lafone Quevedo, Adán Quiroga, Eric Boman y Juan Bautista Ambrosetti y con infinita paciencia fue cubriendo el territorio, casa por casa. Sus principales informantes eran los ancianos, quienes le hablaban de sus experiencias en la segunda mitad del siglo XIX y de los relatos legados por sus padres y abuelos. Algunos de esos antecesores habían vivido en tiempos de la colonia.
CANCIONEROS. Son las ediciones originales, publicadas desde 1926.
Una de las bases de operaciones de Carrizo fue el ingenio Santa Rosa, propiedad de Alberto Rougés. Desde allí se proyectó hacia el interior profundo de Tucumán. Luego pasó a Salta, a Jujuy y a La Rioja para continuar su minuciosa tarea. “Un cancionero debe reflejar fielmente el ambiente espiritual de un pueblo en el momento en que fueron recogidas las piezas -destacaba Carrizo-. Lo que es una planta para el naturalista, un cacharro para un arqueólogo o un fósil para un paleontólogo, es el cantar tradicional para el investigador folklórico: una pieza documental y nada más”.
La aparición de Rougés en este relato no es casual, ya que junto a Ernesto Padilla y a Juan B. Terán apadrinaron las investigaciones de Carrizo. Este mecenazgo se inscribe en una práctica común de aquella elite política, económica y cultural tucumana, vinculada con la industria azucarera y dedicada a posicionar a la provincia y al resto del NOA en el mapa nacional. Para eso patrocinaron proyectos culturales y científicos, como la creación de la UNT, el Instituto Miguel Lillo o la primera Cátedra Argentina de Folklore.
Otros ejes
La muestra “Espigar los campos” también les dedica una sala a Miguel Lillo, a Padilla y a Rodolfo Schreiter. En el caso del naturalista, se exhibe parte de su herbario y de su colección ornitológica, junto con fotos de las campañas científicas que llevó a cabo en los cerros. Las imágenes fueron tomadas con una de las primeras cámaras fotográficas que existieron en la provincia, utilizada por el propio Lillo y que logró sobrevivir a un incendio en la Fundación que lleva su nombre. Los visitantes también pueden apreciar cuadernos de campo, libros de notas y publicaciones científicas que dan cuenta del método riguroso y la pasión con la que abordó su trabajo.
Schreiter, discípulo de Lillo, recolectó piezas de gran valor aqueológico en los Valles Calchaquíes. Estas piezas se exponen acompañadas por catálogos y fotos de las expediciones.
Por otro lado, se exhiben cartas, documentos y correspondencia entre Padilla y Rougés, donde se advierte el compromiso político e intelectual que compartían para proteger el legado científico y cultural de la región. Relató Aguiérrez: “una de las cartas más significativas es la que Rougés le escribe a Padilla, que en ese momento era gobernador, donde le propone hacer algo para preservar el trabajo de Lillo. Ese intercambio fue el germen de lo que luego sería la Fundación Miguel Lillo”.







