
Pocas provincias pueden darse el lujo de haber alojado a dos de los máximos exponentes de la guitarra argentina en menos de una semana en sus escenarios.
Juan Falú y Luis Salinas pasaron con escasos días de diferencia por el Centro Cultural Virla y la Sociedad Española de Tafí Viejo, ante butacas colmadas de un público ansioso por escucharlos.
Y si esos dos nombres ilustres no fuesen suficientes, la compañía de Marcelo Moguilevsky con sus vientos para el primero y de la sólida formación que completan el tecladista Javier Lozano, el percusionista Alejandro Tula y el bajista Juancho Farías Gómez (hijo del enorme Chango Farías Gómez) junto al segundo, terminaron de completar experiencias musicales donde el descomunal talento de cada uno de los participantes discurrió de forma modesta, sin hacer gala de ostentación.
Esa es la característica que diferencia a los maestros del resto en el universo de los grandes intérpretes. No les hace falta más que tocar para que los mortales entiendan ante qué clase de dios están escuchando. Cuando se destila la magia en manos de los que saben, hasta lo más complejo parece fácil.
Cada recital significó, en sí mismo, un recorrido por distintos ritmos interpretados sin fisura alguna y para el deleite general. Una zamba le dejaba lugar a un tango (sublime el “Silbando” de Sebastián Piana en los labios de Moguilevsky o el recuerdo de Rubén Juárez hecho por Salinas); o una bossa nova, a una chacarera, siempre con el jazz y la improvisación libre terciando de fondo, con sutileza y elegancia.
Los sonidos estaban a merced de la construcción de un clima de intimidad que crecía entre cientos de personas, en una deleitada emoción que circulaba naturalmente entre el escenario y la platea como si no hubiese distancia física alguna; de pronto, todos (hasta los de la última y más lejana fila) se pudieron sentir sentados alrededor de un fogón, en hermanada ronda. La cuestión en cada presentación era dejarse llevar por las emociones, la ternura que se transmitía y los sentimientos comunes en respetuoso silencio, como cuando un conmovido Falú recordó el sábado 10 al poeta Néstor Poli Soria en un “extraño brindis con agua”, como aclaró, y del que participaron simbólicamente todos.
Es que en uno y en otro concierto, la remanida frase de “el arte sana” tomó otra dimensión. Si alguien la puso en duda alguna vez, Salinas aclaró su verdad con su contundente recital del jueves en el coqueto teatro taficeño. “Hay que seguir” es el nombre de la gira que lo trajo y del tema que abrió y cerró el encuentro: la canción homónima está dedicada a Silvia Alegría, su ex pareja y madre de su hijo Juan, fallecida hace cuatro años. Para completar el tributo, invitó al escenario a Adriana Tula, quien le dedicó a su memoria “Alfonsina y el mar”, para erizar a un auditorio que ya estaba entregada a un momento especial.
Virtuosismo
Haber participado de esos eventos, donde el virtuosismo se respiró durante dos horas, sanó a todos gracias a sendos actos generosos de Falú y de Salinas -y sus compañeros- para traer nuevamente a quienes ya no están. Cada uno compartió sus propios e individuales dolores y quiebres emocionales, en un contexto nacional particularmente complejo y angustiante para confirmar que la salida es colectiva (mucho más allá de una moda circunstancial).
Detallar cada canción sería hacer una autopsia inútil, porque en uno y en otro concierto lo importante era dejarse llevar, sentirse parte de un ser distinto que respiraba al mismo ritmo y que construía su realidad a partir de la cercanía y el estar. En tiempos en que el comercio de la música agoniza por el control que ejercen las plataformas de internet, la experiencia vívida de participar de conciertos de esa calidad confirman que lo artístico tiene una dimensión distinta cuando se consuma el convivio entre el artista y el público (a partir de la definición del crítico teatral Jorge Dubatti) y que es lo único que puede sobrevivir a los tiempos, irreemplazable y eterno.
Es que el hecho cultural no se completa sino hasta que es compartido, hasta que la gente se apodera de él y lo hace propio, para redondear la ceremonia ritual en forma de aplauso agradecido al artista que lo entrega. Apropiarse del contenido de una canción, de una obra teatral, de un cuadro, es el mejor reconocimiento posible al talento de su creador.
Y si no hubiesen sido suficientes esas visitas, el domingo la grilla la completó la nueva generación de la guitarra argentina, con Simón Marziali debutando en Tucumán de la mano de Fernando Rossini en un recital en CiTá Abasto de Cultura, donde se disfrutó acabadamente de la música popular latinoamericana de calidad. Simón es hijo del gran compositor mendocino Jorge Marziali, evocado en un segmento en el que brilló una milonga dedicada a Arturo Jauretche, con letras basadas en ideas de hace 70 años del pensador que siguen vigentes.
Flotó entonces la firme sensación de que la herencia de las cuerdas de los mayores está bien resguardada y tiene presente y futuro. Tucumán, tierra fértil de grandes guitarreros, bien puede considerarse bendecida.