El estilo de Bergoglio: un hombre de gestos
Juan Carlos Caballero tenía apenas 22 años cuando conoció a Jorge Bergoglio. Era 2005, él estaba en el seminario y compartió casi una semana con él. Esa convivencia lo marcó para siempre. Formoseño de nacimiento, todavía recuerda aquellos días con claridad, no por una frase en particular ni por una charla trascendental, sino por el modo en que Bergoglio se relacionaba con los demás. “A mí me marcó mucho el estilo de él”, dice. “Era un hombre de muchos gestos y muchas veces los gestos enseñan más que las palabras. ¿Cómo aprendés lo que es la humildad? Viéndola. Y él realmente era humilde. Muy cariñoso. Muy espontáneo”, recuerda Juan Carlos. Lo que le llamó la atención no fue algo puntual, sino la coherencia entre lo que vivía, lo que creía y lo que sentía. Esa coherencia, afirma, era visible en los pequeños actos cotidianos.
La humildad de Bergoglio se manifestaba, por ejemplo, en cómo se vestía o en su actitud hacia lo material. “Yo lo conocí siendo siempre muy desprendido. Desprendido de verdad, una persona que no se preocupaba por las cosas que tenía. Si tenía que hacer algo por otro, lo hacía. Eso era algo muy suyo”, cuenta. “No era algo que empezó cuando fue Papa. Siempre fue así”.
Entre 2010 y 2012, Juan Carlos vivió en Buenos Aires. En ese tiempo, volvió a ver a Bergoglio, quien ya era más conocido y visible, pero con la misma cercanía de siempre. Lo vio ir a celebrar misa a las villas y compartir tiempo con las personas más humildes. “La gente lo quería mucho. Él estaba acostumbrado a estar con la gente, a acercarse, a abrazar, a tomar mate con quien se lo ofrecía”.
Por eso no le sorprendió verlo salir un domingo a celebrar misa, aun convaleciente, después de una internación. Al contrario, lo entendió como una expresión más de su modo de vivir. “Uno podría decir: ‘y bueno, se hubiera cuidado un poco más… Pero las personas apasionadas, que aman lo que hacen, no se cuidan bien. No miden. Y él era así. Si alguien le hubiera dicho ‘no salgas’, yo me lo imagino diciendo: ‘me voy solo’. Porque él tenía que estar ahí. No por ser el Papa, sino por ser quien siempre fue”.
Camino: un amor decidido
El momento fue simple y contundente. Leonardo Mamani tenía 17 años cuando un grupo de jóvenes de la Capilla San Felipe lo invitó a participar de una reunión. Entró con curiosidad y no salió más. Algo se despertó esa tarde en el barrio San Felipe que, sin saberlo, cambiaría su vida. “Cuando entré me quedó la intriga, las ganas de aprender más sobre Dios. Y no falté nunca más”, recuerda Leonardo, que hoy tiene 21 años y es seminarista. Su camino fue directo: terminó el secundario y entró al Seminario Mayor. Pero antes, hubo una lucha interna. “Nunca lo había pensado. Me costó aceptar que Dios quería esto para mí”, confiesa.
Su familia es creyente, pero no practicante. En su casa no se rezaba ni se hablaba mucho de Dios. “Mi papá y mi mamá sabían que yo iba mucho a la iglesia, pero no se imaginaban que quería ser sacerdote”, cuenta. La conversación llegó de golpe. “Mi mamá estaba cocinando. Le dije: ‘Ya sé qué quiero hacer’. ‘¿Qué?’, me preguntó. ‘Quiero ser sacerdote’. Me miró sorprendida y empezó a hacerme preguntas”.
Antes de dar ese paso, Leonardo se apoyó en el padre Roque Mario, de su parroquia San Ramón Nonato. “Él fue el primero que lo supo. Siempre volvía a casa más tranquilo, entendiendo mejor lo que me pasaba”, dice. A pesar de las inquietudes, nunca dudó de su elección. “Había pensado en estudiar diseño de iluminación, pero nada iba primero que la vocación”.
Cuando intenta explicar qué es el llamado, Leonardo apela a lo esencial: la oración. “Hablar con Dios te lleva a conocerlo y a conocerte a vos mismo. En ese diálogo nace el amor más puro y verdadero. Y ahí es donde Dios te habla”.
La figura del Papa Francisco es para él un espejo cercano. “Siempre fue un ejemplo. Cuando lo escucho hablar de recibir a todos, de caminar entre la gente, me dan ganas de hacer eso. De ponerlo en práctica”.
Hoy, además de estudiar, Leonardo se ocupa de gestionar la cuenta de Instagram del seminario @seminariotuc. “La Iglesia tiene que estar también en el mundo digital. Las redes no son solo una herramienta, son un espacio de encuentro. Nuestra misión es llevar ahí el mensaje de Jesús, su alegría y su esperanza”.
Ese deseo de anunciar, de estar cerca, de entregar la vida, lo sostiene. “Cuando uno se siente en la casa de Dios, se siente realizado. Y ahí uno sabe que está donde tiene que estar”.
Entrega: un llamado que crece
La imagen es nítida: una vela encendida frente a un pequeño altar en una casa de Concepción. Un niño observa a su abuela María Salomé, hoy de 102 años, rezar el rosario con devoción a la Virgen del Valle. Cada sábado, al visitar esa casa, Agustín Alderetes recibía sin saberlo las primeras señales de una fe que con el tiempo se volvería vocación. Aunque su familia se identifica como católica, la práctica religiosa no era constante. Sin embargo, su abuela, su madre,miembro de la Legión de María y una catequista de la infancia fueron los pilares que lo acercaron al primer encuentro con Jesús. “Esas tres personas marcaron mi camino”, dice Agustín, con voz serena.
Tenía 15 años cuando aceptó la invitación a un campamento juvenil. Al principio fue insistencia de su madre y su abuela. Pero una vez ahí, algo se encendió. “Me gustó mucho, tengo muy lindos recuerdos”, cuenta. Comenzó a asistir a los encuentros dominicales después de misa y poco a poco asumió nuevas responsabilidades en la parroquia. Se fue tejiendo algo más profundo, que iba más allá de los encuentros. Era un proyecto de vida en gestación.
Agustín estudió en una escuela técnica y soñaba con seguir Ingeniería Electrónica. “Mi idea era ser un laico comprometido: trabajar, tener una familia y servir desde ahí a la Iglesia”, recuerda. Pero había algo más, una inquietud que se volvía insistente a medida que crecía su vínculo con Jesús. “El llamado lo sentí en el servicio. Quería entregar mi vida al pueblo de Dios. Veía el bien espiritual que un sacerdote puede hacer, y eso me conmovía”.
Fue durante una jornada diocesana de jóvenes cuando se animó a hablar con un sacerdote . Esa conversación lo ayudó a ordenar las dudas. “Jesús me fue mostrando, con gestos concretos, que esto era lo mío. No fue de golpe, ni sin crisis, pero cada paso fue aclarando el camino”. Ingresó al seminario en 2021, apenas terminó el secundario. No todos celebraron la noticia. “Pensé que mi familia se iba a poner feliz, pero fue lo contrario: se pusieron tristes. Creían que me mandaban lejos. Después, con el tiempo, entendieron. Hoy mi abuela está contenta y espero que el Señor le regale vida hasta el día de mi ordenación”.
Francisco es un modelo para él. “Nos recordó que hay que estar con el pueblo, atender, acompañar, dar hasta el final. Ese es el legado que deja. El buen pastor da la vida”. A sus 22 años, sabe que el camino recién empieza. La oración y la fe lo sostienen. “Después de cada crisis uno sale renovado. Dios va aclarando el panorama. Y uno aprende a seguir”. En ese seguir, está su entrega.
Vocación: un fuego que arde
Carlos María Terán tenía 17 años cuando vio al cardenal Jorge Mario Bergoglio asomarse al balcón del Vaticano y pronunciar su primer saludo como Papa. “Fue en 2013. Yo estaba en el penúltimo año del secundario. Ese día, nos pusimos a ver la elección en familia. Cuando salió el humo blanco, sentí una emoción que todavía me acompaña”. Doce años después, lleva siete en el seminario, pero su historia no se reduce a ese momento. En su adolescencia, como muchos de su edad, vivió los primeros amores, las salidas con amigos y los momentos de fiesta. No fue una vida alejada de lo que muchos consideran “normal”. “No es que me metí al seminario porque no me gustaban las chicas”, aclara. “Eso, para nosotros, era una red flag”. La vocación no nació del rechazo ni del deseo de huir del mundo, sino de un anhelo profundo que lo acompañaba desde su infancia. La leña ya estaba amontonada: una familia católica, el colegio, los amigos, los valores. Faltaba la chispa. Y esa chispa llegó en diversas formas. “La Jornada Mundial de la Juventud en Brasil, los retiros, las misiones. Todo eso empezó a prender fuego sobre lo que ya estaba ahí”, recuerda. Además, la figura de Francisco, argentino y cercano, fue clave. “Antes los papas hablaban en italiano, en alemán. Era todo muy lejano. Con Francisco fue diferente: decía ‘hagan lío’, hablaba nuestro idioma, con nuestras palabras. Te llegaba”. Un día, en un confesionario, todo empezó a ordenarse. Carlos María entró a la parroquia del Valle en Yerba Buena buscando algo más. Se encontraba en una etapa confusa, con dudas sobre su futuro. “No era un pecado, pero era algo que no me dejaba en paz”, recuerda. Ahí, frente al sacerdote, compartió por primera vez su inquietud sobre la vocación. No fue un consejo impuesto sino una escucha atenta. “Me dio libertad y tranquilidad. Fue todo muy humano, muy real”.
La vocación para él no fue una decisión mágica ni repentina. La cercanía de figuras locales también lo ayudó a reafirmar su camino. El nombramiento de Monseñor Carlos Sánchez, un obispo tucumano con quien ya trabajaba en la pastoral, lo marcó profundamente. “La cercanía con él me reafirmó en mi camino. Sentí que podía servir acá, en la Iglesia de Tucumán”.
Aunque nunca conversó personalmente con el Papa, guarda con emoción un vídeo que grabó para la Semana del Seminario. En él, Francisco habla de la vocación con la claridad de siempre: “La Iglesia no da soluciones, acompaña. Y eso es lo que queremos hacer: estar cerca de quienes se sienten lejos. Escuchar. Mostrar que Dios es para todos”.
Raíces: una fe vívida
La fe siempre fue parte del paisaje. En la casa de Santiago David García Ruiz, en El Manantial, no se hablaba solo de Dios: se lo vivía. Su mamá, activa en los movimientos parroquiales; su papá, siempre acompañando; sus hermanos, en la misma sintonía. La parroquia María Reina fue el centro de muchas cosas. Como si desde chico, sin saberlo, ya caminara en dirección a algo más grande. “Siempre me decían que yo de chico decía que quería ser cura. Pensaban que era algo de niño, pero no lo era. Era mi vida, era lo que conocía”, dice hoy Santiago, con 24 años, y una sonrisa que no busca convencer a nadie. No hubo un momento revelador, ni una decisión súbita. Salía de la escuela técnica de Lules y se quedaba a misa. Y luego volvía a casa. Así era la rutina, sin pretensiones, sin rebeldía, pero con algo que lo empujaba.
La certeza fue creciendo despacio. Hasta que un documento encendió una chispa distinta. “Cristo Vive”, del Papa Francisco, le abrió una puerta nueva. Allí encontró una frase que no olvidaría nunca, escrita por el joven beato Carlo Acutis: “Nacemos originales y morimos copias”. Santiago lo sintió como un llamado personal. “Esa frase me hizo pensar mucho. No quería ser una copia de nadie. Sentí que ese mensaje era para mí”, confiesa.
El camino, sin embargo, no siempre fue lineal. En 2022 y 2023, un accidente familiar lo obligó a pausar su formación. Se alejó del seminario para acompañar a los suyos. No se trató de una renuncia, sino de un paréntesis lleno de sentido. “Tuve que acompañar a mi familia, pero también aproveché ese tiempo para seguir buscando la voluntad de Dios”, cuenta con tono sereno, como quien entendió que todo, incluso lo inesperado, tiene un propósito.
Durante esos dos años, la compañía se volvió clave. “Mi familia me acompañó mucho. En esos momentos, la gente que está a tu alrededor, todos son parte de ese proceso de escucha. Uno no siempre necesita palabras, a veces solo necesitas que alguien te escuche”, dice.
El ejemplo de Francisco, con su entrega hasta el límite pese a los problemas de salud, también lo marcó. “Me sorprendió verlo hasta el final, entregándose por completo. Esa es la verdadera entrega. Estaba dispuesto a darlo todo hasta el último momento”, afirma con admiración.
Hoy, Santiago está de regreso en el seminario. El llamado no cambió, pero ahora resuena más fuerte. Vuelve con más convicción, más claro en su camino, sostenido por su comunidad, su familia y una fe que nunca dejó de arder.