Apenas 17 kilómetros separan Tafí del Valle del paraje Las Carreras. Se llega por un camino de ripio que levanta una polvareda cuando los vehículos pasan. Tres escuelas y un centro de atención de salud hay antes de llegar a una cuesta que baja muy empinada hasta un puente angosto que cruza el río Los Alisos. Hacia la derecha se llega a la cascada del mismo nombre por donde van los turistas a hacer trekking; para la izquierda, a 2.000 metros sobre el nivel del mar, está el destino de este viaje.
Un perro muy grande y negro custodia la entrada del taller como una gárgola de alguna iglesia gótica. Parece bravo pero es mimoso, porque abandona su pose protectora y rápido se acerca a todos para pedirles caricias. “Se llama Salvaje”, dice una mujer desde la puerta. Es Jacinta Romano, artesana tejedora de toda la vida.
Tiene 46 años y dos hijos que crió sola, Francisco de 27 y Roberto, 10 años menor. El mayor estudia en la universidad, Ciencias de la Comunicación y vive en la capital; el más chico, todavía cursa la secundaria. “Crecí viendo tejer a mi abuela y a mi tío, Rogelio, que vive a la par”, cuenta Jacinta sobre sus inicios en el oficio. Rogelio Romano es un gran tejedor, reconocido y muy visitado también, pero fue su abuela, la “telera” del paraje, Juana Marcelina Marcial, quien le enseñó lo que sabe.
“La gente me dice que tengo talento natural porque aprendí viendo. Tejo lana de oveja, algodón y pelo de llama. Ahora también me aggiorné y tejo con lana sedificada- un tratamiento que se le realiza a la fibra para que quede extra suave- para los clientes que tienen alergia o no les gusta que pique la prenda”, remarca.
Compra los insumos que necesita de otros artesanos de Catamarca y otros lugares. También los tintes que son naturales y llegan en forma de polvo, listos para usar con agua caliente.
El proceso
“Trato de mantener lo más tradicional posible a mi taller”, dice. El piso es de tierra y está recién barrido y regado para evitar que los materiales se ensucien con el polvo. Las paredes son de adobe y la que está a sus espaldas tiene repisas repletas de plantas que cuelgan y adornan el lugar. A la derecha está la lana hilada y ovillada, separada por colores; a la izquierda, los tejidos a la venta. El telar de patio con peine que usa Jacinta mide cinco metros de largo y 85 de ancho, está hecho de maderas del lugar y tiene dos pedales abajo. “Yo uso un solo pie porque así me acostumbré, pero lo ideal es usar ambos e ir moviendo el tejido. Mi pantorrilla derecha está más firme que la izquierda por eso”, cuenta entre risas mientras hace la demostración.
Sus manos van más rápido que la conversación. En cinco minutos ya dió una vuelta de casi medio metro de tela. Está haciendo un cubrecama de color crudo en tres partes. “La gente pide mucho este color, creo que es fácil de combinar”, explica y agrega: “Siempre tengo stock de todo tipo, hago ponchos tucumanos, ruanas, chalinas, pilusos, individuales, fundas, gorros, sacos, de todo”.
Dice que el tejido estará terminado en dos días. Para ella es mucho trabajo, para los demás parece un tiempo récord. Un poncho lleva más días, son dos meses en total y recibe la ayuda de hasta siete personas para coser todas las partes, hacer el fleco y las terminaciones. “Mi madre teje hace dos años, ella prefiere hacer las cosas más pesadas como los ponchos y ponchadores pero en telar con pala”, explica mientras señala la herramienta atrás suyo. La “pala” es un trozo de madera plana que funciona como el peine del telar para empujar el tejido y dejar los puntos firmes.
Para teñir las lanas, describe que tarda un día entero y gasta mucha leña manteniendo el fuego del “caldo” con los tintes. Un día más tarda en hacer los ovillos.
Técnicas ancestrales
El barracán es una ancestral estructura textil con dos hilos de diferente color y con un tramado que forma cuadros, típica del norte de Argentina. Según historiadores, fue introducida por los jesuitas y extendida por los pueblos originarios hace más de 400 años.
“Se usaba solo en sacos antiguamente, pero yo lo gasté y lo uso en cubrecamas, chalinas, fundas de almohadones, individuales”, enumera la tejedora.
El legado de la abuela
“La lloro todos los días, me seco las lágrimas y sigo trabajando”, cuenta Jacinta con los ojos ya aguados. Habla de su abuela y la ausencia que dejó la mujer que crió 8 hijos sola y también nietos. Siente que después de dos años de su partida no deja de extrañarla. “Ella está en todo lo que hago, me crió y la tengo muy presente. El taco que uso para apoyar el pie izquierdo mientras tejo, me lo dio ella. Veo a ella en todo”, recuerda.
Marcelina le enseñó valores que repite como un mantra cada día en su labor. "Ella me decía que debía ser amable, prolija, respetuosa y responsable. Cumplir con los clientes", enumera y se seca las lágrimas la artesana.
El sonido del agua que baja desde la cascada es placentero, hay nubes cargadas que vienen y van salpicando, cada tanto, unas gotas que mojan las dalias y las lavandas de la entrada. Jacinta se despide porque llegan turistas a verla - como ocurre durante todo el año- y debe seguir tejiendo.