La misión salesiana en África, tierra adentro

La misión salesiana en África, tierra adentro

La misión salesiana en África, tierra adentro
02 Septiembre 2014
A las siete de la mañana, el sol ha terminado de encender todos los techos de chapa que ahora relumbran como estrellas sobre la arena anaranjada de Lwena. La periferia de las ciudades es así, como si fuera la misma en todo el mundo. La miseria tiene su propio paisaje: montañas de basura, niños descalzos que juegan y escarban entre los desperdicios, viviendas hechas con lo que otros tiran: chapas, cartones, plásticos... Las típicas casas africanas de adobe y paja no tienen cabida en esta parte de la ciudad. No hay lugar para la cultura aquí. Las casas son verdaderas latas de sardinas sin ventanas y con una sola puerta, por donde entran y salen sólo para dormir. Así son las nuevas villas de emergencia de la periferia de Lwena, donde están los más pobres, los que no tienen agua ni siquiera para beber.
Es domingo por la mañana. En la ciudad todo el mundo se viste de fiesta. El color de las telas africanas convierte las calles en un carnaval. Los pañuelos de las cabezas de las mujeres hacen juego con los “panos” o polleras largas con que envuelven sus caderas. Las más jóvenes usan pelucas lacias y manojos de trenzas les cuelgan por la espalda. Los hombres visten traje y corbata muy coloridos; los hay anaranjados, plateados, verdes... cuanto más subidos de tono, más orgullosos caminan. Se paran a saludarse, conversan un rato y siguen camino hacia las iglesias diseminadas por toda la ciudad. Iglesias católicas, evangélicas y pentecostales. La Iglesia Universal del Reino de Dios también está presente, pero no en las aldeas.

El padre José López, un salesiano nacido en Corrientes, calcula que el 60% de los creyentes en Lwena son católicos y que 30%, evangélicos. Lleva dos décadas en Africa y por momentos parece que ha olvidado el castellano. Su tarea es recorrer las 164 aldeas que rodean la misión de los hijos de Don Bosco en Lwena, la misión salesiana más grande del mundo.

Visitamos dos comunidades de Kalunjinji esta mañana, a unos 15 kilómetros de la ciudad, pero llegar nos ha llevado mucho tiempo porque el camino por momentos se pierde y se convierte en un desierto, tal como lo imaginamos, con subidas y bajadas, donde las cuatro por cuatro hunden sus ruedas y patinan de vez en cuando. En época de lluvias es posible que no pueda llegar el sacerdote hasta allí.

La capilla São Bento de Sangondo es apenas un refugio hecho con tres paredes sin revoque, con techo de chapa. Los fieles esperan a la entrada y nos reciben cantando alegremente, con palmas y sonrisas. Creen que soy monja, por eso me saludan con una reverencia, y me besan la mano, especialmente las más ancianas que son las que todavía conservan la tradición. El padre José improvisa un confesionario detrás de la camioneta para protegerse del sol y se forma una larga fila donde hay jóvenes y personas que apenas se sostienen con la ayuda de un palo como bastón.

El padre José sólo entiende algunas palabras en chokwe, la lengua originaria del este de Angola. En las aldeas y en la periferia de la ciudad son muy pocos los que saben hablar en portugués, apenas un 10%. Son los que han ido a la escuela, los jóvenes y los niños. De allí el rol fundamental de los catequistas, que van traduciendo todo el sermón del cura. Son el nexo entre la comunidad y la Iglesia.

Cuando se ha confesado la última persona, el padre José se ubica en el altar. Sobre la pared del fondo, en el centro, una lámina de papel San Benito, es la única imagen que hay en todo el templo, además de una pequeña cruz de madera, sin Cristo, sobre la mesa. No hay velas ni flores. La mesa del altar ha sido cubierta con una manta africana.

La misa comienza con el ingreso del coro al templo, en doble fila india. “Alabaré al Señor, alabaré ...” entran cantando las mujeres, con las manos unidas detrás de las caderas y el mismo pasito hacia un lado y hacia el otro, todas juntas. Son todas jóvenes, están descalzas y algunas llevan a sus bebés en la espalda. Los demás acompañan con palmas y un grupo de niños, con tambores africanos. Adelante de ellas hacen la punta dos monaguillos -una es mujer- llevando en alto una cruz de madera, que son dos palos cruzados. Se ubican en las dos primeras filas de la izquierda.

El coro cumple un rol fundamental en las misas africanas porque es el animador, el que le pone emotividad y frescura a la celebración, el que alienta a los fieles a cantar y a expresar la alegría del Evangelio con todo el cuerpo. La Palabra se lee primero en chokwe y después en portugués. En el momento de la homilía el catequista se para al lado del sacerdote y va traduciendo todo lo que dice el cura. Las ofrendas, el pan y el vino, también llegan danzando. Los más jóvenes tienen el protagonismo de los cantos y las danzas. Los mayores, acompañan con palmas y gritos de entusiasmo.

En el momento de la ofrenda no todos tienen dinero, en realidad casi nadie, por eso la gente deja alimento o simplemente agua, el bien cotidiano más preciado. Un litro de agua mineral cuesta U$S 1, más del doble que el gasoil, que se vende a U$S 0,40.

-"¿Qué es lo que más lo emocionó en estos 20 años que está en Angola?”, pregunto al padre José, mientras maniobra la camioneta para llegar a la capilla de Carlos Luanga, que lleva el nombre de un santo africano. Allí oficiará otra misa con las mismas características que la anterior. “El espíritu de la gente - me responde-; a pesar de los impedimentos que se les presentan todos los días, aquí se vive con mucha esperanza. En vez de deprimirse siempre encuentran una salida. Esto es una lección para muchos de nuestros hermanos argentinos que viven en la queja constante”, dice el sacerdote, que llegó al África en plena guerra civil.

Los salesianos fueron de los pocos que no abandonaron el país cuando se desató el caos; por el contrario, sus religiosos siguieron llegando, como el padre José, que vino a ponerle el cuerpo a la evangelización en tiempos en los que la vida y la muerte dependía del humor de quien empuñara un arma.

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