Tucumán, huellas de una utopía

Tucumán, huellas de una utopía

Este artículo forma parte de una serie de apuntes autobiográficosque el filósofo publicó en LA GACETA Literaria en 2006. 

UN INTELECTUAL GENEROSO. Massuh concebía al filósofo como alguien llamado a encontrar, en un mundo que se desintegra, nuevas experiencias de la verdad, del bien, de la belleza y de lo sagrado. LA GACETA / JORGE OLMOS SGROSSO UN INTELECTUAL GENEROSO. Massuh concebía al filósofo como alguien llamado a encontrar, en un mundo que se desintegra, nuevas experiencias de la verdad, del bien, de la belleza y de lo sagrado. LA GACETA / JORGE OLMOS SGROSSO
23 Noviembre 2008

Miguel de Unamuno solía decir que pertenecemos a la patria de la infancia. Esta afirmación me define. Buena parte de lo que hice en mi vida tiene dos vertientes remotas: mi condición de hijo de inmigrantes árabes y mi nacimiento en Tucumán, donde viví hasta los 27 años de edad. Lo primero marca mi modo de ser argentino; lo segundo, mi modo de sentirme americano. Ambos no fueron destinos contradictorios; se alimentaban mutuamente para culminar en una visión que animó toda mi existencia como un leit-motiv y está presente en mis libros. Me refiero a la universalidad de lo humano, la idea de una patria común subyaciendo al conjunto de las patrias.
En mi hogar árabe crecí entre dos lenguas, que risueñamente frotaban entre sí, saltando una sobre otra según lo requería la prisa del momento o la lentitud de la emoción. Pero era fatal: el imperio de la voz de los hijos se fue imponiendo y la música verbal de los padres quedó cada vez más atrás, como una estación abandonada que el paso del tiempo volvía distante y, por lo tanto, más viva en la nostalgia. Ocasionalmente, esa voz vencida alcanzó a resucitar, a través de los hijos, en los arabescos de una metáfora, un pensamiento, una empresa o un acorde musical.
En ese hogar tucumano aprendí que una cultura se enriquece en contacto con otras, y se vuelven fuertes las raíces de sus identidades o bien engendran una nueva. En ambos casos la clave del crecimiento es la apertura. Esa intuición temprana me vacunó contra la tentación nacionalista, sea indigenista, hispanófila, caudillesca o clasista.
Esta experiencia se prolongó en la escuela primaria, en el Colegio Nacional Bartolomé Mitre, en las calles de Tucumán. Allí aprendí esa lección única y poco frecuente hoy añorada en cualquier parte del mundo: la integración. El melting pot inmigratorio estaba entonces en plena cocción. El guardapolvo blanco igualaba a chicos diferentes en la piel, el apellido, la religión, la fortuna, la nacionalidad paterna. No recuerdo casos agudos de discriminación que pudieran abrir la herida del resentimiento. En las aulas secundarias continuó esa forma sutil de mestizaje. La convivencia con lo distinto -inicio de una pedagogía democrática y republicana- iba creando una pluralidad tolerante que se reforzaba a través de bromas, peleas, travesuras, discusiones y complicidades: un sencillo y prodigioso reconocimiento del otro en su inmediatez genuina, el contacto del que deriva casi siempre el nacimiento de una identidad.
Para mí Tucumán fue el espectáculo de ese nacimiento, la prefiguración de un Nuevo Mundo. Me refiero, en este caso preciso, a esa utopía que nació en los días del Descubrimiento y soñó en América con un lugar de reconciliación fraterna del género humano. Muchos clérigos erasmistas llegaron a Indias con la esperanza de un Reino de Dios en la Tierra.
© LA GACETA

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