Sin prisa y con pausa

Sin prisa y con pausa

Por Samuel Schkolnik - PARA LA GACETA - TUCUMAN.

16 Noviembre 2008

Cada cual pasa a lo suyo, y yo, que los veo por la ventana del café sin saber qué es lo mío, ni si algo lo es, me pregunto cómo sé que aquello a lo que cada cual va es precisamente lo suyo y no lo de cualquiera. La pregunta viene a cuento de que ese modo de ir parece determinar cómo va el mundo, el que iría de muy otra manera si cada cual no fuera tan metido en su pellejo.
La primera señal de que cada uno va muy a lo suyo es la premura con que va. Las más veces lo que se nota es el apuro de su marcha, pero en ocasiones se trata de un apremio que le contrae el gesto, asemejándolo al de quien camina contra el viento.
La segunda señal de que a cada uno lo empujan asuntos propios es que casi no hay transeúnte que no vaya agarrado a cierto avío -una carpeta, una bolsa de compras, un portafolio-en el que lleva sus cosas, la materia de sus intereses, la parte, en fin, que le toca en los negocios del mundo. Ese transporte de la particularidad es visible aun cuando no se lleva nada en las manos, cuando lo único que la manifiesta es el visaje esforzado de quien corre por su necesidad.
Pero la señal más clara, para mí, de que cada cual atiende su juego sin tener ojos para nada más, es que yo mismo, sin cartas que barajar ni tratos que componer, veo muy bien el afán de todos sin ser en cambio visto por ninguno.
Y no es que me encuentre yo libre de cuidados, de suerte que me sea permitido contemplar los de los demás desde las alturas de algún Olimpo; no, yo ando como todos por un valle de trabajos, sólo que de tarde en tarde me ocurre perder el rumbo y sentarme al borde del camino, no tanto para descansar como para no estorbar el paso de los otros. Y es con el sentimiento del propio extravío como veo a los demás pasar, cierto cada cual de sus pisadas y firme en la determinación de sus propósitos. Por eso, cuando por la ventana del café percibo cómo va cada cual a lo suyo, no me creo por encima de ellos, sino que mirándolos me anego de algo muy semejante a la envidia.
Sin embargo, ¿por qué he debido aclarar que no me siento superior a los que corren tras su interés? Pues porque el interés es la manifestación de una particularidad, y he aquí que toda particularidad es fea. Por eso, cuando es posible se la esconde, se la recluye en el ámbito de lo privado. Hay en ella algo de contrahecho, algo que huele mal y que sólo puede deparar gusto a su propio dueño, hallándose este en situación de intimidad; caso contrario, sólo puede suscitarle vergüenza.
Obsérvese, a propósito de este asunto, que los que se exponen contentos de sí son los que no han notado llevar rasgos especiales; aquellos cuya fisonomía es tal que cada uno de sus trazos resulta neutralizado por un correspondiente trazo opuesto; aquellos cuyas facciones y cuyo cuerpo muestran una disposición simétrica, y ninguna diferencia respecto del tipo de la especie. Esa simetría, esa indiferencia, no son otra cosa que la belleza; esta, pues, es de naturaleza negativa; constituye el fondo contra el que destaca todo rasgo singular, el cual, entonces, es feo por el solo hecho de existir. Recíprocamente, lo que existe, lo real propiamente dicho, lo positivo, es la fealdad.
Obsérvese, por otra parte, que si pocas veces se advierte esta verdad, es por la fuerza de la costumbre, que envuelve la vida de cada cual de una pública y diaria exhibición de particularidades, con lo cual llegan a ser tan imperceptibles como la presión atmosférica, que nos agobiaría mortalmente si no hubiésemos sido modelados por ella. Agréguese que la forzosa tolerancia con que nos conducimos a este respecto se ve facilitada por ciertas reglas de urbanidad y cortesía que nos mueven a disimular lo que de estrictamente particular hay en nuestras vidas. Esa disposición, a la que concurren los progresos de la medicina así como las industrias de la vestimenta y los cosméticos, con sus correspondientes actividades de propaganda, extiende un manto de uniformidad sobre la vida colectiva y relega a un segundo plano las diferencias individuales, las mismas que saltan a la vista en cualquiera de los cuadros de Brueghel que registran la vida cotidiana en el siglo XVI: la deformidad de los cuerpos y de las almas que es normal cuando reina la particularidad.
De modo que cuando veo que todos van cada cual a lo suyo, no me creo exento de esa populosa fealdad; sé muy bien que si yo no voy a lo mío no es porque vaya a lo sublime, sino porque no voy a ninguna parte.
¿Habrá manera, sin embargo, de ir a alguna parte sin ir a lo suyo, sin hozar el sendero con la avidez torpe de un estómago que camina? Si alguien fuese a lo sublime, ¿no llevaría otro paso y otro gesto que el de la marcha diaria de la mayoría?
Pero, ¿qué significa “ir a lo sublime”? Esa palabrita apareció por mi pluma sin que la llamase, y para saber qué quise decir visito el diccionario: “...Excelso, eminente, de elevación extraordinaria. U. m. en sentido figurado aplicado a cosas morales o intelectuales. Se dice especialmente de las producciones literarias o artísticas que tienen por caracteres distintivos grandeza y sencillez admirables. Se aplica también a las personas. Orador, escritor, pintor sublime.”
Advierto, pues, que no me propuse enfrentar a lo feo de la particularidad algo meramente bello, algo que fuera sólo una negación, algo que se redujera a una generalidad abstracta; en verdad, no tuve en cuenta la fealdad de lo particular sino cuanto resulta una expresión de lo mezquino, y he aquí que la repulsión de lo mezquino se halla ligada a una apetencia de lo grande, a una necesidad que no es padecida como un ensueño estético sino como un acicate doloroso, cuyo imperio puede ser no menos intenso que el del hambre y la sed. Se trata de un apetito que es más frecuente que lo que dejaría suponer el espectáculo de los negocios humanos y que, por ello, cualquiera -quien más, quien menos- ha experimentado alguna vez. Sucede en ocasiones que, de las muchas cosas que podemos hacer, ninguna nos llama a la acción más que las otras; y no porque, habiéndonos propuesto una meta, no sepamos cuál maniobra nos conduce mejor hacia ella, sino porque es el caso que se nos ha desdibujado toda meta y entonces resulta que cualquier dirección equivale a las demás, por lo que viene a ser lo mismo dar un paso que no dar ninguno. Y no es necesario, para que nos hallemos sumidos en una situación semejante, que nos acometa una gran perplejidad acerca del curso que llevamos en la vida; por cierto, esa desorientación vital es enteramente posible, pero en verdad basta con que nos encontremos aburridos para que suframos, y no sin intensidad, un estado de ánimo como el descripto.
En otras ocasiones sucede que no atinamos con lo que hemos de hacer, pero no por lo dilatado del campo de posibilidades que se nos ofrece, sino por su angostura, la que llega a ser tal que nos aprieta hasta el ahogo. Ahora no se trata de que todas las cosas sean equivalentes por transparencia y vacuidad, sino de que no hay cosas, porque todas se funden en una materia pesada y oscura que nos suelda los pies y nos doblega el alma. Es lo que nos embarga cuando sentimos que algo ominoso aunque no definido está por ocurrir, y que es inevitable.
Y bien, en ninguna de esas circunstancias experimentaríamos un desvanecimiento de nuestro ser si este perteneciera por completo a ellas, si el ámbito de esas situaciones contuviera enteramente la persona que somos. Pero acontece lo contrario, porque la persona que somos nunca coincide con las cosas entre las que despliega su afán, ni se reduce al lugar que ocupa entre esas cosas, ni su tiempo es sólo el que el reloj adjudica a cada una de sus operaciones. No nos conformamos con el ser de bulto que nos es propio; su forma está en otra parte, aunque no sepamos dónde. Y si reconocemos como propio ese ser gravoso, es porque de alguna no explicada manera podemos considerarlo desde fuera (nos gustaría decir: “desde arriba”), de lo que viene a resultar, sin duda paradójicamente, que ese ser macizo no nos es del todo propio, que desde cierto punto de vista es más bien ajeno.
Una demanda de lo alto nos constituye, pues, no menos que una marcada inscripción entre los objetos materiales. Esa demanda es un modo de la magnanimidad, pero no el que consiste en una benevolencia para con culpas o deudas, sino el que se abre a una generosidad impaciente que no quiere prestar atención a pequeñeces como los manejos políticos y las transacciones inmobiliarias. No nos sentimos miembros plenarios de la plaza ni del mercado; algo esencial de lo que somos pertenece a otro dominio, universal, ciertamente, pero no público.
No cabemos, entonces, en nosotros mismos, pero no de gozo sino de insatisfacción; vivimos, en fin, desencajados.
Por eso los que van cada cual a lo suyo no van con alegría; bien lo advierto yo, resignadamente, cuando los veo pasar tras la ventana del café.
Para recuperar la alegría tendríamos que ir a lo de todos, al matutino lugar en el que todos somos el mismo: allí donde resplandecen las formas y no hemos olvidado todavía saltar y jugar, y andar por el aire, y movernos con mucho donaire.
De muy otra manera iría el mundo si cada cual dirigiera sus pasos no a lo suyo, que huele a encierro, sino a ese huerto de trinos y de luces que todos llevamos en el fondo.
© LA GACETA

Samuel Schkolnik - Escritor, doctor en Filosofía, profesor titular de Etica de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNT.

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