La rusificación y la “desrusificación” están librando un nuevo combate, esta vez en simultáneo y con repercusiones planetarias. En otra página de la guerra, Rusia y Ucrania se lanzaron a reescribir su pasado compartido de más de mil años de antigüedad para acomodarlo a las necesidades del odio nacionalista del presente. El resultado es una cacería de símbolos que recuerdan esa historia común. Ni el escritor universal León Tolstoi se salva de esa purga, a quien de poco le valió haber escrito la novela “Guerra y paz” para conservar su estación en el Metro en Kiev. Pero quizá el caso extremo de esta conflagración en el plano de las ideas y de las influencias intelectuales sea la decisión de Fontanka, balneario ubicado en las afueras de Odesa, de cambiar el nombre de la calle dedicada al poeta ruso Vladimir Mayakovski por el del primer ministro británico, Boris Johnson. Salen los versos, entran los donantes de armas.

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La cultura no parece un aspecto irrelevante en la génesis del enfrentamiento entre los países de Vladimir Putin y de Volodimir Zelenski. Entre otras alegaciones, el Kremlin justificó la agresión en la existencia de un movimiento de persecución a la población rusohablante de Ucrania (alrededor de un tercio del total). Kiev sostiene que el objetivo del invasor es borrar la nacionalidad ucraniana y los principios que la definen. Estas hipótesis se tradujeron en los actos de renombrar calles y sitios públicos. La semana pasada, el Poder Legislativo de Ucrania dio un paso más en la batalla cultural y, con el pretexto de neutralizar la propaganda del régimen de Putin, prohibió la difusión de algunos músicos y narradores con la nacionalidad de Rusia, y aumentó la cuota de transmisiones en ucraniano en los aparatos de difusión públicos.

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Kirill y Sergei

La censura y el boicot a las expresiones de la cultura observan patrones parecidos en Moscú y en Kiev como no podía ser de otra manera en espacios unidos por vínculos infinitos. Y quienes se apartan de la regla sufren persecuciones y cancelaciones parecidas. Un mes después del inicio de la invasión, la Academia de Cine de Ucrania echó al director Sergei Loznitsa, uno de los realizadores audiovisuales más prestigiosos del país, luego de que aquel se opusiera al veto de sus colegas rusos. El guionista nacido en Rusia, Kirill Serebrennikov, enfrenta gravísimos cuestionamientos por condenar la guerra desde el extranjero. El Teatro Bolshoi reaccionó a la disidencia de Serebrennikov con la decisión de levantar del programa una de sus obras más aclamadas, “Nureyev”.

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“La demanda de un boicot a la cultura de habla rusa, que también es un logro y una fortuna de Ucrania, es de naturaleza arcaica y destructiva. Además, contradice fundamentalmente los principios europeos de pluralismo cultural y libertad de expresión. En lugar de poner el idioma ruso, lengua materna del 30% de los ucranianos, al servicio de Ucrania para decir la verdad sobre la terrible guerra, los ‘activistas culturales’ se agotan en la inútil tarea de Sísifo de destruir lo indestructible”, criticó Loznitsa al recibir un premio en la última edición del Festival de Cannes (Francia).

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En el mismo acontecimiento cinematográfico, Serebrennikov manifestó: “tomo al cine, al teatro y a la creación de cultura como una gran declaración contra la guerra”. Y añadió: “si me hubieran preguntado el 23 de febrero si era posible una guerra con Ucrania, habría dicho ‘no, nunca. No es posible’. Pero sucedió. Mi patria destruyó a otro país. Es muy triste: una catástrofe para todo el pueblo, para Europa, para ambos lados. No sólo para los ucranianos, sino también para Rusia. Mucha gente no puede decir nada. Y, a veces, la impotencia y el mutismo son mucho más dolorosos”.

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La película que Serebrinnikov estrenó en Cannes, “Tchaikovsky’s Wife”, estuvo cerca de ser retirada del festival por el hecho de haber recibido financiamiento de parte de un oligarca sancionado, Román Abramovich. ¿Qué la salvó? Los organizadores del Festival subrayaron que Serebrinnikov había desafiado la narrativa oficial del Kremlin al explorar el costado tabú del compositor Tchaikovsky: su homosexualidad. Curiosamente Tchaikovsky está siendo reconsiderado en Ucrania en el contexto de la rusofobia imperante. En la occidental Leópolis, el nombre del padre de “El lago de los cines” desaparecerá de la vía que lo homenajeaba junto a otros tantos íconos de la nación invasora.

Embajadas incómodas

La colonización cultural de Rusia en Ucrania tiene dos antecedentes: el Imperio Ruso y la Unión Soviética. En ambos períodos, el Kremlin rigió a los ucranianos y les impuso sus cosmovisiones. En 1876, durante el reinado del zar Alejandro II, un edicto prohibió “la actividad de los ucranófilos por considerarla peligrosa para el Estado”. Esa resolución vetó la circulación de las publicaciones redactadas en ucraniano y se propuso impedir el desarrollo de la literatura en aquella lengua. Ya en los tiempos de la URSS, Iósif Stalin y Nikita Khrushchev prosiguieron la tarea de Alejandro II, y se ocuparon de atacar toda manifestación cultural propia de Ucrania que abonara la idea de una pueblo separado de Rusia.

La sovietización dio como resultado un aumento de los ucranianos hablantes de ruso en particular en el Este y en el Sur del país. Las tensiones lingüísticas encontraron un punto de escape intermedio en el súrzhyk, dialecto formado al calor del contacto de los idiomas en pugna. A partir de la década de 1990, cuando el país de Zelenski recuperó la potestad de autogobernarse, empezó la “descomunización” -proceso de remoción del legado comunista- y el ucraniano fue erigido en lenguaje oficial. Según Putin, aquella política originó la segregación de los habitantes del Dombás (región oriental), y dio motivos justos para la secesión de las provincias de Donetsk y Lugansk, que se autoproclamaron repúblicas momentos antes de la invasión. Es en esta zona de Ucrania donde hoy ocurre la pelea más encarnizada y donde Rusia luce decidida a plantar su bandera.

Desde este mes, la República Popular de Donetsk no es sólo un teatro de operaciones de la guerra, sino también el nombre de la calle de Moscú donde está ubicada la Embajada de los Estados Unidos. La Municipalidad moscovita anunció el cambio sin eufemismos: dijo que la representación estadounidense tenía una nueva dirección inspirada en los separatistas prorrusos. La medida se hace eco de otra similar que tomó la ciudad de Washington (Estados Unidos) en 2018 al designar “Boris Nemtsov”, nombre del líder opositor ruso asesinado en 2015, a la plaza ubicada al frente de la Embajada de Rusia. Esta política municipal prendió en Occidente instada por una campaña para “desputinizar” y aislar al invasor promovida por el canciller Dmytro Kuleba. Tirana (Albania) renombró “Ucrania Libre” a la cuadra donde tiene asiento la sede rusa. Los ediles de Vilna (Lituania) hicieron lo mismo: los diplomáticos rusos ahora están obligados a decir que trabajan en la calle de los Héroes de Ucrania. Riga (Letonia) eligió para el domicilio de la representación de Putin el nombre de “Ucrania Independiente”. Medidas similares tomaron ciudades como Cracovia (Polonia), Toronto (Canadá) y Oslo (Noruega).

Pushkin no es responsable

Ante las críticas y reclamos que estas reivindicaciones generan, el Gobierno de Zelenski contesta que se trata de nimiedades en comparación con los avances de Putin en las zonas ocupadas y anexionadas de Ucrania con la península de Crimea a la cabeza. El mes pasado, The New York Times informó que las autoridades rusas ya habían comenzado a “rusificar” la ciudad portuaria de Mariúpol conquistada en abril mediante la introducción del rublo, el control de internet, la modificación de los planes educativos, la constitución de un Gobierno afín y la prohibición del acceso a los medios de comunicación ucranianos. La “desnazificación” es uno de los objetivos declarados de lo que Putin llama “operación especial” en Ucrania.

Los mismos argumentos de la guerra alimentan discriminaciones de artistas, deportistas, y personalidades de la ciencia y de la academia a un lado y al otro de la trinchera. Es un movimiento basado en la identificación de las personas con los gobernantes y en la intolerancia, según Peter Gelb, gerente general de la Ópera Metropolitana de Nueva York. En una entrevista concedida al diario británico The Guardia, Gelb manifestó que durante la guerra era cuando más se necesitaba el intercambio cultural entre los pueblos, sin que ello significara una complicidad con la violencia: “los grandes clásicos rusos no son responsables de lo que hace el Kremlin. Debemos cancelar a Putin, no al poeta (ruso Aleksandr) Pushkin”.