El viaje de Tucumán a Buenos Aires en 1882 era toda una aventura, y así lo narra el doctor Carlos Ibarguren (1877-1956), evocando su niñez. Cuenta que tomó la diligencia a Tucumán, que demoraba “seis penosos días”; un ferrocarril de Tucumán a Córdoba, y de allí a Rosario; el vapor de Rosario a Campana y otra vez en tren desde ese punto a Buenos Aires. En suma, “entre el recorrido y las estadas intermedias en espera de las combinaciones ferroviarias y fluviales, el viaje duró alrededor de quince días”.

Las seis jornadas hasta Tucumán significaban embarcarse en “un enorme y sólido armatoste arrastrado por ocho o diez caballos, y seguido de un carretón de dos ruedas, portador de los equipajes”.

El camino entre Salta y Tucumán, recuerda Ibarguren, “era el mismo de la época colonial, con sus postas donde se mudaban caballos, se pernoctaba y se comía a base de caldo, cabrito asado, empanadas o locro. Ese camino era el que había sido recorrido por los ejércitos libertadores; sus diversos parajes señalaban jalones de historia argentina”: Yatasto, el río Juramento, Las Piedras.

“Poco había cambiado la ruta desde aquella época; algunas postas primitivas de entonces serían transformadas (Ibarguren escribía en 1955) en caseríos y villorrios que ahora son ciudades: Campo Santo (hoy Güemes), Metán, Rosario de la Frontera, Trancas”.

Después de una estada de dos días en Tucumán, alojados en casa del doctor Tiburcio Padilla, “seguimos -cuenta- en ferrocarril, inaugurado hace pocos años por el presidente Avellaneda, hasta Córdoba; de allí la línea iba directamente a Rosario y los pasajeros embarcábanse en vapor hasta Campana. El buque que nos transportó se denominaba ‘Tridente’: nos condujo hasta el muelle de Campana, donde tomamos el tren a Buenos Aires”.