El poder redentor del amor
27 Mayo 2023

César Chelala

Para LA GACETA

En un destello de memoria vino a mí aquella mujer con problemas mentales que gritaba y maldecía a los transeúntes mientras nosotros, un grupo de niños, nos burlábamos de ella y le gritábamos ofensivamente. Por fortuna, ella no prestó atención a nuestra desconsideración. Que fuéramos niños cometiendo errores o que el incidente sucediera hace décadas, no disminuye mi remordimiento ni mi sentimiento de culpa. Si algo positivo resultó de esa triste experiencia, es que me hizo más consciente del sufrimiento de los demás, en particular de los que padecen enfermedades mentales.

La imagen que acabo de relatar se me representó hace unos años cuando visité a mi familia en San Miguel de Tucumán, mi ciudad natal en Argentina. En aquella oportunidad, hicimos con mi hermano y dos hermanas, un corto viaje, solo para distendernos y reafirmar nuestros lazos fraternos ya que vivimos separados hace más de 50 años, a pesar de las visitas periódicas que nos dispensamos.

Mi hermano nos llevó al dique El Cadillal, donde merendamos y conversamos serenamente. Atesoro esos momentos, que, por infrecuentes, son particularmente especiales para mí. Caminábamos hacia un restaurante ubicado a la orilla del lago cuando vi a un hombre joven, de poco más de veinte años, sentado junto a una mujer que supuse tendría unos cincuenta años. Mi atención se centró en él, ya que obviamente era un ser mentalmente discapacitado. Tenía el aspecto de una persona perdida que de manera constante y sin rumbo fijo movía los brazos, como si estuviera persiguiendo moscas invisibles.

La placidez del momento y el bello entorno me llevaron a pensar en el tremendo peso que tiene la enfermedad mental en todas las sociedades y en cómo no existe familia que no esté –directa o indirectamente– afectada por ella. A nivel familiar, la enfermedad mental supone una pesada carga física, psíquica y económica para los asistentes, quienes tienen que dedicar considerable tiempo y energía a los afectados. En este sentido, varios estudios han demostrado cómo el estrés a largo plazo, provocado por el cuidado, aumenta las tasas de depresión, alcoholismo, medicación y abuso de sustancias peligrosas, en particular entre los miembros de la familia del paciente.

A pesar de la alta frecuencia de aquejados por algún tipo de enfermedad mental, que puede estimarse entre el 15 y el 25 % de la población, todavía existe un prejuicio considerable contra ellos, incluso en las naciones más desarrolladas. En un estudio encargado por la campaña Momento de Cambiar –Time to Change–a un grupo de organizaciones benéficas y al Instituto de Psiquiatría de Inglaterra se encuestaron a 2000 usuarios de servicios de salud mental. El estudio mostró que más difícil admitir un problema de salud mental que reconocer las adicciones a la bebida, o al juego, o declararse en bancarrota. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el estigma, la discriminación y el abandono impiden que la atención y el tratamiento lleguen a las personas afectadas por trastornos mentales.

La enfermedad mental no es el resultado de una debilidad personal y, por mucho que la gente intente ignorarla, no va a desaparecer ni a resolverse por sí sola. Al igual que los problemas cardiovasculares o la diabetes, esa patología se debe a causas genéticas, biológicas y ambientales y requiere comprensión y tratamiento. Muchas de estas enfermedades pueden tratarse ahora de manera efectiva, y donde el apoyo familiar es fundamental.

Luego de una corta caminata llegamos al restaurante donde pasamos una tarde amena compartiendo recuerdos familiares, ente bromas y nostalgias de nuestra infancia. Se estaba haciendo tarde y, aunque había sido un día de invierno inusualmente templado, comenzaba a hacer frío, así que volvimos sobre nuestros pasos y fuimos en busca del automóvil. Mientras regresábamos, pude ver de nuevo al joven y a la mujer junto a él, quienes me depararon esta reflexión. Ella estaba sentada en silencio mirando hacia el horizonte. Su presencia irradiaba paz. Me pareció que había una corriente protectora que emanaba de ella y envolvía al joven con el calor de su cariño. Sentí la necesidad de decirle algo, pensando que había una conexión profunda que los unía. No se me ocurrió nada especial, así que solo arriesgué una módica frase: “Señora, usted tiene una gran paciencia”. Me miró a los ojos con dulzura y me dijo: “Debo tenerla. Él es mi hijo”.

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