29 Diciembre 2022

Por Walter Gallardo - Desde Madrid, España

Al rey Duncan no lo mata sólo una daga en manos de Macbeth sino una daga empuñada con la carga de insidia que precedió al crimen, la voz incansable de lady Macbeth induciendo a su marido a cometerlo, llevándolo a mezclar vanidad, miedos y una ambición enfermiza para acabar en una tragedia de tal magnitud que asusta incluso a su propio autor. Ella se manchará las manos de sangre para mostrarle su adhesión, “solidarizándose” con el delito, aunque empleando un lenguaje sinuoso subraye que no asesinó y que, en consecuencia, su responsabilidad es relativa y tal vez difícil de probar. No en vano dirá con énfasis: “Mis manos son de tu color, pero me avergüenza tener un corazón tan blanco (my hands are of your colour, but I shame to wear a heart so white)”. Leído este pasaje con atención, tal como razona el narrador en una novela de Javier Marías, se advierte que puede interpretarse casi como un aviso: “soy tu aliada, mas no la culpable”. Ha participado del regicidio en las sombras y, por lo tanto, es dueña de una valiosa llave que le puede servir para el chantaje o como un salvoconducto; puede señalar, sin incriminarse, a quien lo hizo, y dar detalles de cómo y por qué.

A esta famosa trama en la obra de Shakespeare se parece el mecanismo que hoy hace funcionar la máquina del odio, alimentada por el vocerío envenenado de versiones, rumores y mentiras que sirven para destruir un prestigio, demonizar ideas políticas, propiciar el racismo, atacar a minorías, ganar elecciones, generar sospechas sobre empresas solventes, crearle un pasado oscuro a personas honestas o humillar, incluso, a aquella con la que se tiene un conflicto privado (despechos varios, inflamados de resentimiento) Para ello hay una variedad de medios al alcance de cualquiera que decida emprender una batalla de afrenta profesional o personal con poco riesgo de recibir un castigo. Quien utiliza estos recursos es sabedor de la impunidad con la que cuenta y de la superficialidad con la que actúa el conjunto de lectores, seguidores o espectadores de estos inventos, un ejército siempre listo para propagar de inmediato la calumnia a través de las redes sociales y arrojar así, como una pesada carga de lodo, el descrédito sobre el objetivo elegido.

Este tipo de agresiones luego generan en las víctimas la necesidad de una urgente y esforzada defensa para las que no estaban preparadas: lo que llamamos “las desmentidas”, algo que, ya se sabe, ocupa un sitio al que pocos prestan atención. La mancha, aunque se ponga todo el esmero, nunca desaparece. El mismo acto de decir “eso no es verdad” conlleva a oponer la verdad a la falacia y el problema de la verdad, por su naturaleza honesta, es que le cuesta defenderse. Se diría, sin miedo a equivocarnos, que pocas veces lo logra con total éxito. Alguna sospecha seguirá perdurando en los que prefieren creer que todo el mundo esconde un cadáver en el armario. O dicho de otra manera: probar que la mentira es una mentira resulta un proceso al que se le dedica una mirada desconfiada y escasos minutos en estos tiempos de poca paciencia. Pasado el momento en que el agravio estuvo en boca de muchos, el rastro jamás se borrará. Sólo hará falta emprender una búsqueda en Internet para volver a él.

¿Quiénes sostienen esta maquinaria? Ciertamente, no se trata de una actividad marginal, a modo de travesura adolescente, en aquellos casos en los cuales, sin esfuerzo, se distingue la intención, sino de un engranaje bien aceitado en el que se ve una buena oportunidad para explotar fobias, escoger arbitrariamente enemigos (en general, los más vulnerables) y crear un clima de intolerancia a la vez que se ofrecen soluciones desatinadas o ilegales, opciones falsas o, incluso, se alienta a pasar a la acción.

Tanto poder, para algunos, resulta un tesoro. Vemos sus efectos ya reflejados en cifras alarmantes. El Ministerio del Interior de España lleva un registro de los delitos de odio desde 2014 y en su último informe habla de un aumento del 10%. En total, contabiliza 1.802 infracciones penales o incidentes y especifica que los más numerosos han sido motivados por racismo o xenofobia, seguidos por los relacionados con la orientación sexual o de género y con la ideología.

Los ejemplos son numerosos. Recientemente, el periodista de Eldiario.es, Moha Gerehou, denunció que recibía mensajes racistas y amenazas a través de las redes (“no aceptaremos monos en España”, “iremos por ti” o “sabemos dónde encontrarte”, entre otros), después de publicar artículos sobre inmigración. Un grupo llegó al extremo de subastarlo en Twitter (“Si viene desparasitado pago mil euros” o “si lo traes encadenado pago 1200”) Algunos de sus integrantes fueron identificados y detenidos. Para sorpresa de muchos, uno de ellos era maestro de primaria, es decir, alguien que trabaja con el futuro del país.

Otro caso fue el de una campaña política del partido ultraderechista Vox que empapeló Madrid con un cartel en el que se presentaba a una pensionista y a un supuesto inmigrante como figuras antagónicas. La pensionista dirige la mirada hacia el suelo, humillada, y el inmigrante, un joven con su rostro semicubierto por un pañuelo, la observa desafiante, hasta con un aire agresivo. El mensaje decía “Un mena (término peyorativo para señalar a los menores inmigrantes no acompañados) 4.700 euros al mes, tu abuela 426”. La comparación no sólo era sesgada sino tramposa y absolutamente malintencionada: se comprobó que los datos eran erróneos y que el joven vivía en Bangladesh y nunca había pisado España. La foto, extraída de un banco gratuito de imágenes, sirvió para encender aún más la xenofobia a días de las elecciones. Y para aumentar el sentido de injusticia y desamparo, del “todo vale”, las demandas presentadas contra Vox por esta maniobra despreciable fueron desestimadas en los tribunales.

Años atrás, otra campaña política, esta vez en Suiza, se hizo famosa con el uso en su propaganda electoral de un dibujo en el que tres ovejas impecablemente blancas expulsaban a una oveja negra de la Confederación Helvética dándole coces. Los responsables de esta ofensa no pertenecían a una pandilla desalmada (¿o sí?) sino a la Unión Democrática de Centro, parte de la coalición de gobierno de entonces. Toda una declaración de intenciones o de prioridades.

Y para abrir más el abanico, conocido también es el caso de la catedrática de Cambridge, Mary Beard, especializada en la historia de Roma, autora de numerosos libros y conductora de documentales sobre el tema en la BBC. Al aparecer en televisión empezó a recibir comentarios misóginos e insultos de todo tipo, tantos como el récord de cuatro millones en un solo día por recrear la presencia de un legionario negro en las tropas del imperio romano. Rehusando consejos de sus más íntimos, y a contracorriente, decidió difundirlos y contactar con sus autores. Una vez descubiertos los nombres tras los alias, los atacantes se vieron desnudos y algunos hasta obligados a pedirle públicamente disculpas. La revista The New Yorker la bautizó “la domadora de trolls”, así como se los llama en inglés a esos hostigadores esquinados y cobardes, refugiados en las oscuridades de Internet.

No siempre todo acaba en una anécdota. Por ello, cabe distinguir cuál es la frontera entre el discurso del odio y la violencia. Con ese propósito podríamos remontarnos a hechos famosos y no tan lejanos históricamente como los de Martin Luther King o Harvey Milk, aquel defensor de los derechos homosexuales asesinado en el ’78, aunque quizás resulte más pedagógico mirar lo que ocurre a diario a nuestro alrededor en este escenario de crispación política y desigualdad sin precedentes. Preguntémonos, por ejemplo, qué precede a las frecuentes matanzas en colegios de Estados Unidos, en las que el asesino es generalmente alguien joven, fanatizado y con la posibilidad de adquirir un arma de guerra; o a una escala mayor, cómo se logra que la gente decida cambiar irreversiblemente el rumbo de un país, como ocurrió con el Brexit, adhiriendo a un discurso antiinmigrante (“empleos británicos para los británicos”) y plagado de datos falsos; también cabría buscar el germen que desató el asalto al Capitolio tras la derrota de Trump en las urnas y encontrar la razón por la cual más de 74 millones de votantes aún creen sus historias marcianas; o descubrir los motivos que llevan a un alto porcentaje de rusos a creer que el gobierno ucraniano es un régimen nazi presidido por un judío y que las tropas (las ucranianas) atacan a su propia población sólo para desacreditar a Vladimir Putin.

Podríamos elaborar una lista interminable del despropósito. En definitiva, ¿quién no tiene un ejemplo a mano? Sin embargo, la hora señala algunos imperativos: establecer reglas claras para el uso de las herramientas que hoy sirven tanto para un fin altruista como para arruinar vidas y reputaciones, o para conseguir algo por la puerta de atrás; eliminar los pliegues legales donde se esconden los atacantes furtivos, y, al mismo tiempo, y no menos importante, apelar a la responsabilidad individual en la lucha contra el odio, ese veneno para la convivencia. En otras palabras: desoír a lady Macbeth cuando, desde su corazón tan blanco, incite, aun empapándose las manos con sangre, a sumarnos al coro de la infamia.

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