Los colores de la memoria familiar

Los colores de la memoria familiar

Por Marcela Nader para LA GACETA.

20 Noviembre 2022

La vida pasa despacio en la infancia. Muchos piensan lo contrario. Pero la velocidad de la suma de los acontecimientos vividos depende de esa memoria afectiva que parece anclada en esos años en que todavía no sabemos tanto del mundo, y menos aún de las personas. Solo se diferencian las buenas y las malas. Y el contraste puede estar determinado por un puñado de caramelos, una sonrisa, o un simple gesto de atención. Es de un azul océano que lleva y trae olas de amor, juegos, tormentas, paz, regalos, pérdidas, escuela, y sol. Nadie que conozco recuerda un día nublado en su infancia ¡Qué simple es la vida en esos años!

La infancia es el momento en que abrimos nuestros ojos a la vida. Los que nos rodean, marcarán para siempre nuestro sistema de valoración de las personas.

Mi madre tuvo suerte de crecer en los años 40 rodeada de muchísimos tíos, primos, biológicos y de cariño, y un abuelo, solo uno, que vivió hasta su adultez.

Aprendió a escuchar a sus mayores. Y los mayores hablaban de todo y todo el tiempo.

¡Y en dos idiomas!

Eran los años en que se pensaba que los chicos no escuchaban a sus mayores ni les prestaban atención. ¡Cuán equivocados estaban! Esa época era de un verde esperanza, de vidas nuevas, de empresas jóvenes, de familias enormes.

De presencias bienvenidas y de ausencias añoradas.

Había historias de amor, de tragedias, de matrimonios transatlánticos apurados para ayudar a un viudo con hijos pequeños. De novios escapándose en medio de la noche y la policía buscando a esos “delincuentes y el perdón del padre de la novia y otro matrimonio decidido en el momento. Y de matrimonios que no llegaron a realizarse y que dejaban a los invitados disfrutando del banquete aunque no hubiera boda. La descripción de la preparación de los invitados, de la llegada a la boda y la sorpresa de que no sucedería y al mismo tiempo la naturalidad de sentarse a disfrutar de esa comida ya sin la presión de la fiesta, es aún hoy mi historia preferida de las que mamá recuerda.

En su juventud, mamá aprendió a mirar y a entender más las incomprensiones de la niñez. Había silencios que decían más que las palabras. Y miradas cómplices entre los mayores que se daban cuenta que los chicos, ya mayores, sabían más cosas de lo que decían. En su adultez, trató de repetir con sus hijos y sus sobrinos los mismos mecanismos. Pero los niños, como siempre, seguían escuchando más de lo que admitían. Era la época de un amarillo soleado brillante a veces, o más tenue como un atardecer de primavera.

Y comenzó el nuevo ciclo de los hijos. Cuando eres niño te encanta que los mayores te integren a sus conversaciones. O por lo menos que no te manden a jugar a otro cuarto. Los tíos son la versión suave de nuestros padres, son los que nos malcrían con dulces y nos acercan más a la sortija de la calesita.

Hoy recuerdo con una sonrisa las historias de mis seis tíos abuelos. Cada una de esas personalidades era única y distinta. Las había sufridas, alegres, trágicas, divertidas, conflictivas, traumáticas y apasionadas.

Ahora, ya mayor, entiendo cada una de esas historias nacidas de una vida huérfana de madre desde muy niños y con una hermana mayor, que hasta que murió siendo aún joven, seguía comportándose más como una madre que como hermana mayor.

Me pregunto si los mayores somos conscientes cuánto de lo que vivimos a diario, de lo que hablamos, a quienes amamos, las críticas que recibimos y emitimos vienen de nuestra niñez.

Al llegar a la juventud esas historias toman otro color. Se entienden resentimientos, se descubren secretos, se revelan generosidades inmensas y miserias profundas. Se comienzan a ver distintos tonos de marrones malolientes, de rojo sangre, de lilas y violetas suaves, de naranjas furiosos, y de cientos de tonalidades que cambian constantemente como nuestra vida.

Maduramos y aprendemos a reír con las mismas historias y a sentir los mismos dolores. Y comenzamos a añorar aquello que nunca más volveremos a tener.

Nuestros cuerpos crecen y nos parecemos más a nuestros padres, nuestras mentes se desarrollan, y nuestros corazones laten rítmicamente con el vaivén de lo que nos sucede. Hasta se nos para por unos segundos con un dolor inesperado, como ese viernes de octubre. Ese negro, que siempre preferimos ver de lejos, nos enluta nuestra alma y tiñe cada fibra de nuestro ser.

Los colores de la memoria familiar son abanicos de luces y sombras que van cambiando con los años. Se revelan secretos, se desmoronan verdades absolutas, y solo entonces nos sentimos adultos y el ciclo vuelve a empezar.

Y un azul océano nos envuelve y nos lleva a nuevas orillas, y a nuevos amores.

© LA GACETA

Marcela Nader – Licenciada en Sociología de la UNSE, master en Español de la Universidad Pontificia de Salamanca.

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