Tierra arrasada
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Guardá solo lo que puedas cargar. Al resto lo vas a tener que destruir. Recorré por última vez tu casa, atesorá en el fondo de la memoria los rincones en los que alguna vez jugaron tus hijos, porque en pocos días van a ser devorados por el fuego o profanados por el enemigo. Si tenés campo, trillá ahora aunque no sea el momento ideal. Y a los animales que no puedas arrear, matalos. Cuando hayas terminado con la destrucción de los objetos y los espacios en los que proyectaste tu vida, andate, dejá atrás esa tierra ahora arrasada en la que naciste. Secá las lágrimas espantadas de tus hijos y animá a tus padres, que a esta altura quizás prefieren dejarse morir antes que soltar sus paisajes y los pequeños hábitos cotidianos. Marchá hacia el sur masticando esa mezcla venenosa de dolor por el hogar abandonado y de vergüenza por saberte huyendo. Pero no olvides que al final del camino habrá una batalla. Y eso es bueno: será una gran oportunidad para matar y para morir. Un día de redención a sangre y plomo.

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Lo que intentan describir las líneas de arriba ocurrió hace 210 años en Jujuy y constituyó uno de los tres hechos (junto con las batallas de Tucumán y de Salta) que volvieron inexorable el camino hacia la independencia. Fue el Éxodo jujeño, cuyo aniversario se recordó el martes (apenas con un feriado provincial, pero ese es un tema del que nos ocuparemos más adelante).

En 1812, Manuel Belgrano se hizo cargo en Yatasto, Salta, de un ejército desmoralizado, vencido y muy mal armado. Los realistas habían tomado el Alto Perú (hoy Bolivia) y avanzaban hacia el sur. Tras varios pedidos de armas y refuerzos que envió al lejano gobierno de Buenos Aires, le respondieron con la orden de replegarse hasta Córdoba y hacerse fuerte allí. Entonces planificó una operación militar audaz: ordenó evacuar Jujuy junto con el ganado, los alimentos, las cosechas y todo lo que pudiera ser de utilidad al invasor. Quien no obedeciera la orden sería fusilado, advirtió en el bando con el que comunicó la decisión. La retirada culminó en Tucumán, con la batalla del 24 de septiembre y la gloria. El abogado devenido en general había definido esta operación como “marcha retrógrada”. El término “éxodo”, con sus reminiscencias bíblicas, llegó después.

Los éxodos cotidianos

No hace falta remontarse a los manuales de historia o al Catecismo para toparse con los éxodos. De hecho, los actuales están al alcance del celular. Quizás sin ser del todo conscientes, hace muy poco fuimos testigos de uno: el de los miles de ucranianos que abandonaron sus hogares para evitar ser masacrados por las tropas rusas de Vladimir Putin. A la sumatoria de todos los horrores, esta migración tuvo una particularidad que la diferencia de sus primos del pasado: fue viralizada en tiempo real por sus protagonistas en las redes sociales. Quizás cabe preguntarse hasta qué punto esa sobre exposición al espanto reflejado en historias de Instagram, posteos y vivos de Facebook nos terminó volviendo un poco indiferentes a las atrocidades de la guerra. Ayer se cumplieron seis meses de la invasión desatada por el autócrata ruso y por estas tierras la noticia pasó casi inadvertida.

Es cierto que en Argentina -y en Tucumán particularmente- convivimos con otras tragedias que nos obligan a concentrarnos en nuestra propia subsistencia y, en ese marco, Ucrania termina quedando demasiado lejos. Pero acá también estamos envueltos en un éxodo, que quizás no posee el vértigo o el impacto de otros, pero que, aunque se produzca casi en cuentagotas, es real y duele mucho. Que lo diga algún padre o alguna madre que por estos días observa, como un testigo impotente, los preparativos que hace un hijo para irse del país.

Hoy, miles de jóvenes y no tanto estudian, trabajan y ahorran con el único objetivo de emigrar. Solo un necio, un hipócrita o un fanático (el más peligroso de los tres) podría negarlo. Cansados del reinado de la mediocridad, del berretismo, de la incertidumbre, de la exaltación de la avivada, de la corrupción, de las mafias, de la inseguridad y de la eterna incertidumbre, prefieren dejar todo lo que aman y partir. Más allá de las inquietudes individuales, es posible encontrar algo común en la mayoría: la ilusión de hallar en tierras lejanas algo tan básico, pero tan escaso por estos pagos como la previsibilidad. Hemos llegado al punto en el que muchas personas están convencidas de que la solución a los problemas argentinos tiene un nombre: Ezeiza. Y eso es trágico.

El país berreta

Salvando los abismos que median entre 1812 y el presente tal vez esta sea una buena oportunidad para pensar cómo nos interpela la efeméride. Imaginemos por un momento que el destino nos pone frente a una situación extrema como la de aquel entonces (si es que no lo estamos ya) ¿Nos encontramos en condiciones de actuar del mismo modo en el que actuó el pueblo jujeño, en bloque, con sacrificio y valentía? ¿O nos ganarán los egoísmos, los odios y las mezquindades? En 1812 también existían las diferencias, ojo. De hecho, muchas familias que no comulgaban con la causa revolucionaria se retiraron a sus propiedades en el campo o se alejaron de la ciudad. Pero primó la convicción colectiva de la libertad, que se terminó de verificar en Tucumán y en Salta. ¿Ocurriría hoy lo mismo? Difícil saberlo.

Es interesante también preguntarnos si las tragedias que hubo que atravesar para constituirnos como nación (batallas, invasiones, luchas fratricidas y un largo etcétera) fueron suficientes. O si necesitamos vivir situaciones aún peores para tomar conciencia de que solos no podemos, que es imposible vivir zafando, que el país berreta no puede durar para siempre...

Y ya que hablamos de una gesta impulsada por uno de nuestros héroes máximos, vale una digresión: a poco más de dos siglos de la muerte de Manuel Belgrano, quien destinó buena parte de su dinero a crear escuelas e impulsar la educación, el mismo Gobierno que cerró la aulas durante un año y medio hoy promueve un ajuste de $ 50.000 millones justamente en el área de Educación. Paradojas de un país en decadencia.

El valor de la palabra

En estas últimas semanas fuimos espectadores del extenso e impactante alegato que realizó el fiscal Diego Luciani en el juicio por corrupción que se le sigue a Cristina Fernández de Kirchner y a ex funcionarios y empresarios k por el desfalco al Estado por miles de millones de pesos (“si fue así, se robaron un unicornio”, ironizó alguien). El martes, a su vez, la vicepresidenta recurrió a sus redes sociales para argumentar en su defensa, atacar a la Justicia e inculpar a sus rivales políticos. Más allá de lo que puedan definir los magistrados al final de este proceso, esta es una buena oportunidad para reflexionar sobre el valor de la palabra y sus consecuencias. Así como puede unir, educar, revelar verdades y brindar justicia, cuando abreva en mentiras e intereses mezquinos divide, alimenta odios, crea enemigos, crispa y -hoy más que nunca- fomenta situaciones violentas. Da la sensación de que nos encontramos ante la gran oportunidad de recuperar su valor ¿Estaremos a la altura? En 1813, tras la batalla de Salta, un gesto de Manuel Belgrano reflejó la importancia que le daba a la palabra: ordenó liberar a todos los realistas que juraran no volver a tomar las armas en contra de la patria. Y cumplió. Otra vez nos miramos en el espejo de la historia y el reflejo que devuelve no nos favorece.

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Por último, es curioso que tres hechos fundamentales en el camino que desembocó en la declaración de la independencia de 1816, como el Éxodo jujeño y las batallas de Tucumán y de Salta, aún sean conmemorados con simples festejos provinciales. Sin intenciones de promover más feriados en una Argentina que está al borde del abismo, no está de más resaltar que la emancipación se ganó a sangre y fuego en los campos de Tucumán, Salta y Jujuy. Quizás este sea un buen momento para que todo el país lo recuerde.

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