Apodar es poder (y si no que lo diga Platón)

Apodar es poder (y si no que lo diga Platón)

La necesidad y la costumbre de nombrar tiene una historia fascinante. Nosotros distinguimos nombre y apellido, lo cual es muy reciente, viene de la idea de nombre de pila, o sea el nombre que se le daba a uno en la pila del bautismo. Los apellidos muchas veces remiten a filiación (“ez” es patronímico,, Ramírez, hijo de Ramiro) o a muchísimas otras cuestiones como rasgos físicos (Albo, Gordillo), fitonímicos (Robles, Linden), zoonímicos (Aguilar), toponímico (de la Sota). Pero siempre la fortuna ha hecho que los portadores de los nombres nos alejemos de nuestros orígenes. La historia de la humanidad es una carrera hacia la inadecuación, por así decirlo.

Los nombres eran en el pasado una mezcla de retrato y rótulo, pero claro, describir a alguien en este mundo cambiante no es sencillo. La filosofía viene pateando la cosa desde  sus albores, por ejemplo Platón, en su diálogo El Crátilo, hace que su personaje le diga a su interlocutor, llamado Hermógenes: “Tu nombre no es Hermógenes”, con lo cual estaría diciendo que su santo no es el  adecuado. Es un insulto muy cruel. Ocurre que Hermógenes era de una familia de ascendencia muy rica y noble,  caída en desgracia. Remite deliberadamente en las épocas de oro al concepto de fortuna y al dios Hermes. En pocas palabras, le estaba diciendo que era un enclenque, imbécil y  pobretón que andaba confundiendo a la gente con ese nombre. En estos días no esperamos que los nombres nos digan demasiado. Maderuelo alude al oficio carpintero y no es sino coincidencia que ejerza ese oficio. Igual con toponímicos, como Van Holland (De Holanda), que no conoce más Holanda que las tabletas.  

A los que se les encarga bautizar a los demás, ponerles su nombre, Platón les llamaba onomaturgos. No todos son buena gente que se atenga a rasgos objetivos. Todos conocemos esos perritos bonsai a quienes les ponen, por caso, Martín Karadagian. Lo contrario es más peligroso, cuando la perra Copito es un dogo hambriento.

Pero si los nombres nos traen problemas,  debemos sumar el tema del apodo y sus miles de variantes. La acción “apodar” (“podar, poner en limpio, calcular, evaluar” dice la etimología). Es como que estamos ante un bautismo constante. El apodo suele actualizar el nombre hacía un rasgo identificable. El apodo tiene alguna explicación, puede ser burda o ridícula, mala, imprecisa o cruel. Pero la  hay.

Algunos sobrenombres tienen un origen que es totalmente oscuro, refiere a  un hermano que balbuceaba mal el nombre de pila, o un hecho involuntario de la infancia como digamos el boxeador que se ha renombrado a sí mismo “El asesino del ring” pero tiene como apodo “Mastete”, por haber sido un insistente consumidor de leche materna.

Apodar da poder, juego de palabras de por medio. Es una tarea de precisión, sus elementos son inflamables y volátiles. Hay que saber y tener un alma buena. De esas torpezas nada inocentes es que los “gallegos“ no se relacionan ni remotamente con galicia y suele tener una connotación de tosquedad que a los que nos llaman así nos cuesta sacudir, decir a los “árabes“ “turcos“ es también mezcla étnica y geográfica total.

Un trágico caso es el de aquel Mariano Dante César, nombre perfecto para los romanos, recuerden Cayo Julio César, que para todos fue siempre “Tortuga”. La gente sin apodo es poca, contados con los dedos son los casos en los que ni siquiera se apele al diminutivo. Allí hubo una madre  que dijo “te puse hermoso nombre para que te lo cambie el petiso feo ese“.

Por cierto, Platón no es un nombre, sino un apodo de Aristocles, significa algo asi como ”anchote”: lo que pasa es que notaron que el filósofo casi no tenía cogote, que era pura espalda y lo tomaron de punto.

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