Una vez más comparto esta historia (verídica) de las cosas patéticas que suelo protagonizar

Una vez más comparto esta historia (verídica) de las cosas patéticas que suelo protagonizar

Por Vanessa Lucero - Columnista invitada.

Una vez más comparto esta historia (verídica) de las cosas patéticas que suelo protagonizar
23 Enero 2022

Primavera en Yerba Buena, al pie del cerro y a las 4 de la tarde. Decido salir a caminar por el barrio en el que vivo, lleno de árboles y de verde, con calles en pendiente y con pocos autos, básicamente un lugar en el que nada podría salir demasiado mal.

Me visto para hacerme la gimnasta, me pongo una camiseta rosa, me calzo las zapatillas y salgo de casa, en dirección a la calle del Sur (perpendicular a la calle de mi casa, y en clara pendiente). Siempre elijo este recorrido en esta época porque hay muchos árboles de moras, y me encanta parar a comer. De esa manera, también voy recuperando los carbohidratos que consumo con la caminata. Todo está perfectamente calculado.

Cuando llego a la esquina, comienzo a bajar por la calle y acelero el paso.

Me paro en el primer árbol de moras, pero no logro obtener demasiado alimento. Por suerte, miro a lo lejos y veo otros más adelante. Retomo mi caminata en dirección al próximo objetivo.

A los cinco minutos me encuentro con el segundo árbol de moras y obviamente, ataco. No sé si esto se considerará acá un papelón absoluto, pero me importa poco. Cuando termino con las ramas bajas, siento un ruido en la copa del árbol. He liquidado todas y cada una de las que estaban a mi alcance y gracias a eso no va a bajarme el azúcar, por lo que puedo seguir caminando sin miedo a desvanecimientos repentinos.

Doy los primeros pasos con la vista fija en el próximo árbol y siento que algo volando me pasa tan cerca que las alas me rozan la cabeza. Me asusto y miro para arriba, pero no veo nada. No estoy loca, habrá sido una mariposa gigante, no sé. Sigo caminando.

A los tres pasos vuelvo a escuchar el ruido que se acerca. No suena a mariposa, son efectivamente alas. De repente, el bicho aleteador se me cuelga de la espalda, abajo del hombro izquierdo, con sus patas de uñas filosas agarradas de la camiseta. En serio, creo que es una joda. No puede ser que me esté pasando esto.

Me quedo quieta, me agacho un poco y giro lentamente la cabeza hacia la izquierda y veo, por encima del hombro, que alguien me mira. Un loro.

No puede ser verdad. Vuelvo a darme vuelta despacio y a mirar de nuevo, y el loro está ahí. Mirándome fijo.

No puedo creer que tengo un loro en la espalda. Me empiezo a mover con un bailecito de hombros (empiezo a mover los hombros despacito, hacia adelante y atrás), para ver si me suelta, pero sigue ahí. Tengo que mover más rápido y más fuerte los hombros. Ahí voy. Ridícula moviendo los hombros. Pero nada. El loro no se inmuta. Que lo remil parió. Por qué a mí.

Entonces empiezo a caminar de nuevo pensando que el loro se va a ir. Pero no. Se me va hacia el centro de la espalda. Comodísimo caminar con un loro colgado en la espalda. Quiero que por lo menos venga hacia el hombro, porque supongo que caminar con un loro en el hombro es mejor que con un loro en la espalda.

Me paro y me agacho, apoyando las manos en las rodillas. Y ahí camina el infeliz, muy tranquilo. Aprovecho para sacarme una foto con él, sino nadie me va creer algo tan bizarro.

Así agachada, camina y se me para en el hombro. Lo conseguí. Me enderezo ya con el bicho en el hombro. Lo miro y no me mira. Entonces me enredo en una lucha patética… Trato de sacarle las patas del hombro para que vuele, como quien se sacude algo, y el infeliz me picotea los dedos. Entonces intento de nuevo, mientras trato de correrlo a la orden ridícula de “¡Fuera loro! ¡Fuera Loro!”. Me balanceo hacia los costados, como mono, no sé, para ver si se suelta. Y nada.

Miro hacia mi costado izquierdo y me doy cuenta de que seguramente alguien, desde alguna casa, puede haber estado mirando este espectáculo bochornoso.

Entonces me pongo digna y sigo caminando, con el loro en el hombro, haciéndome la que no lo llevo. De vez en cuando trato de sacarle las patas y me ataca. Pienso en cómo carajo se llamará el loro este. Capaz que si le supiera el nombre me haría caso.

Decido volver a casa. Doy la vuelta y comienzo a subir. Capaz que ahí mis hijos me lo pueden sacar.

Empiezo a caminar más rápido, pensando que así lo espanto, pero me camina (me dan impresión sus patas pisándome) y se me instala en el medio de la espalda. De nuevo lo mismo. Que lo parió. Me inclino y me apoyo en las rodillas. No sé si reírme o llorar.

Y cuando estoy así, inclinada hacia adelante, apoyadas las manos en las rodillas, veo venir un auto gris. No lo pienso más y pido ayuda. Levanto una mano, la que da hacia la calle y le hago señas. Ruego que sea una mujer como yo, supongo que tendrá empatía con la situación vergonzosa en la que estoy. El auto baja la velocidad cuando me ve haciendo señas. Me quiero morir: es un chico jovencito, de unos 20 años.

Supongo que me ve vencida, inclinada hacia adelante, y baja del auto con cara como de preocupación. “Le pasa algo señora? – me dice”.

No sé si decirle que siga nomas, que nada, que era joda. Pero ya está. Con el dedo gordo hago señas hacia la espalda mientras le digo la última patética frase que este pobre ser esperaba escuchar: “sí querido, ¿podés sacarme el loro que tengo en la espalda?”.

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