Que maldita vecindad

Mientras los “Ñoños” y los “Quicos” se disparan munición gruesa con tortas de jamón, al grito de “¡míralo a él, míralo a él!”, los habitantes de esta feíta vecindad, que no es la tierna vecindad del Chavo, padecen los aprietes del angurriento Señor Barriga, ese gordo con saco y corbata que se queda con todo y que tanto se parece al Estado.

Ñoños y Quicos que se pelean por un dulce y están siempre buscando culpables, y donde generalmente el más pobre, como el Chavo, siempre lleva las de perder, porque bajo su mirada acusatoria y prejuiciosa es el más mentiroso, el más ladrón, el más pedigüeño, sucio y haraposo.

Si bien siempre la atención está puesta en el griterío entre Ñoños y Quicos, justamente porque gritan alto, insultan fuerte y aspavientan como niño rico con berrinche, la tragedia argentina pasa mayormente desapercibida, expandiéndose lentamente como lava calcinante sobre la llanura.

Primero fuimos invisibilizando a los “chavos” indigentes y malolientes, que aunque son muchos y siguen aumentando, no son ni serán nunca gravitantes en el cabildeo lujurioso de la política vernácula.

Ni siquiera durante esa corta semana de fantasiosa gloria que precede a las elecciones, cuando a los chavos les hacen creer que son el centro del universo y que sus vidas, de una vez por todas, cambiarán para siempre.

Les prometen que por fin saldrán del barril, o que al menos podrán asomar la cabeza.

Después de la votación, apenas el lunes, los hunden más al fondo, ni siquiera con las manos, sino que les pisan la cabeza hasta lo más hondo del tonel.

Ya nadie les toca el timbre o les aplaude con una sonrisa en la puerta de la casa o casilla, ya nadie les atiende el teléfono ni los recibe en los lujosos despachos.

Nos vemos en el próximo acto, donde te amontonaremos en el palco vip de los leprosos, detrás de alguna bandera con el nombre y apellido de un patrón, que rezará: “Aquí están, estos son, los esclavos de la humillación”.

La clase cuarta

Después fue llegando, a los empujones y sin resignación, la clase media, cada vez menos media y más de cuarta.

Mientras mengua la media y aumenta la clase cuarta, los Ñoños y los Quicos gritan más fuerte, porque ojo, saben que esta gente tiene más recursos para el pataleo. Legales, redes sociales, pequeños espacios de poder, acaso un poco más de educación y conciencia cívica, esa que de alguna manera viene impactando en el creciente escepticismo electoral, que se refleja en los más altos niveles de abstención electoral desde el 83 hasta hoy. O también con el voto en blanco o con el dirigido hacia minorías más radicalizadas.

Sobrevivir sin luz, sin agua ni cloacas, sin colectivos, sin educación ni trabajo y, mucho más duro, saltearse comidas y pasar hambre, es casi una “normalidad” para los cinco millones de argentinos que nacen, viven y mueren en esta prolongada agonía.

Otros ocho millones se aferran con las uñas sangrantes a las paredes del pozo ciego.

Diferente es cuando estas carencias básicas comienzan a masticar los talones de los asalariados, de los autónomos dueños del quiosco de la esquina, del chofer del taxi, del maestro de escuela o del policía del barrio.

Los Quicos y los Ñoños gritan aún más fuerte, parecen más enojados y las pantomimas de indignación son más elocuentes, siempre con los medios de comunicación, tradicionales o no, como escenario del teatro de la indecencia y la desvergüenza.

Porque son actuaciones mediáticas, puro relato. La realidad de los Quicos es la que bebe tequila en las playas del Caribe, con una remera de La Cámpora. Por Twitter, los Quicos invitan a los jubilados a hacer ejercicio en las frescas plazas de La Matanza.

Los Ñoños, indignados por la corrupción ajena, nunca por la propia, daikiri en mano denuncian desde una reposera en Punta del Este.

La declamatoria política es la misma desde hace décadas, tan pueril, infantil, tan repetida hasta el hartazgo que ya parece un insulto a la desinteligencia, encima a las carcajadas, como el Guasón: “la culpa es del gobierno anterior”. Y luego se cubren la boca con una mano para esconder la sonrisa.

Las mentes menos brillantes, las que promediamos ese montón imperceptible, a fuerza de experiencias y de aprendizajes por repetición, como los perros y los caballos, fuimos forjando una certeza casi irrebatible: cuando un funcionario responde a un reclamo popular, como falta de luz, de agua, de seguridad, o por los mil padecimientos nacionales, culpando al gobierno anterior, está confirmando que el problema no tendrá solución por mucho tiempo.

Aplícase a cualquier gestión del último siglo.

Un sello nacional

Cuando éramos chicos, entre los 70 y los 80, cada verano nuestros padres compraban cajas de velas para encender los prolongados cortes de luz. Y en la “pelopincho” se amontonaba de noche toda la familia hasta que se nos arrugaban los dedos de las manos. Sólo cuando nuestros labios estaban morados podíamos ir a dormir fresquitos a la cama.

Las velas nocturnas, la pelopincho y el olor a espiral eran un sello más argentino que la escarapela.

Llegó la democracia y los apagones no se fueron. Luego vino el libre mercado peronista y las privatizaciones de los 90 con las tarifas dolarizadas. Siguieron los cortes, a veces durante varios días. “Es que fueron muchos años de desinversión”, decían los nuevos dueños.

El kirchnerismo, como Yacyretá, inundó de subsidios a las empresas energéticas. Esos cortes de luz nos costaron miles de millones de dólares. Había que disfrutarlos, no salían baratos.

Con el macrismo volvieron los tarifazos de los 90 y resucitó aquello de “es que fueron muchos años…” Lo que no cambió fue esa estable política de Estado argentina: los apagones.

El gobierno actual probó algo nuevo y dio un verdadero giro: tarifazos más subsidios. ¿El resultado? Esta columna se escribió con dos interrupciones eléctricas.

La solución es compleja y está atravesada por infinitas variables, desaciertos y dislates, como por ejemplo que en la ciudad más rica del país la luz cueste la mitad que en las ciudades más pobres.

La única política energética que se ha sostenido a largo plazo la define la cantidad de votos. Así los cortes van a continuar por muchos años más.

Los Ñoños y los Quicos se arrojan tortas de jamón al rostro: inflación, pobreza, hambre, narcotráfico, devaluación, corrupción, desempleo, desinversión, deuda externa, retroceso educativo, inseguridad, injusticia, gasto político, déficit fiscal, falta de infraestructura, carencia habitacional, barrios marginales, presión impositiva, caída del salario, jubilaciones de hambre…

Esta lista de tragedias argentinas podría seguir ampliándose hasta que cambie de gobierno y aún más.

Estamos entrampados en un sistema de poder que ha ido creando sus propios anticuerpos para que nada cambie en décadas, en una trituradora que transforma las propuestas concretas en promesas electorales, las responsabilidades en culpas, las ideas en conspiraciones, las críticas en ataques.

Es una rueda siniestra que nadie sabe cómo detener. O algunos quieren pero no pueden. O directamente no quieren.

Como esa rueda impositiva asfixiante que a mayor evasión más impuestos, y a más impuestos más evasión y así hoy un tucumano de a pie paga, entre tasas nacionales, provinciales y municipales, 75 impuestos. O debería pagar.

Los Ñoños y los Quicos continuarán vomitando su furia y sus acusaciones detrás de un micrófono, por las redes sociales o con ejércitos de trolls, y manadas enceguecidas los seguirán convencidos de que toda la culpa es del otro.

Este año 2022 ya ha desaparecido de la agenda política, y con él millones de argentinos y sus tragedias. Ya todo el engranaje se está moviendo para el 2023, un año electoral en donde el reparto del poder será excluyente, entre Quicos y Ñoños.

Se equivocan quienes dicen que en Argentina falta previsibilidad, al contrario, sobra. Estamos en condiciones de pronosticar que continuarán los cortes de luz, la inflación, el aumento de la pobreza y esa enorme parva de desgracias que pintan a esta maldita vecindad.

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