El poder de la desconexión
Conectividad. FOTO TÉLAM. Conectividad. FOTO TÉLAM.

Hace 40 años los teléfonos móviles eran aparatos enormes, pesados, con una batería gigantesca y una antena larga. Sólo los millonarios, ejecutivos o jefes de Estado podían acceder a ellos. Y los narcotraficantes. En Argentina, también cualquier político del montón.

El costo de una llamada era astronómico y la comunicación rápida y abreviada se hacía a través de los mensajes de texto (SMS).

No tenían acceso a internet y obviamente no existían WhatsApp ni las redes sociales que hoy conocemos.

En los 90 apareció la 2G (Segunda Generación). También eran aparatos pesados, de dimensiones importantes y aún tenían antenas visibles.

La tendencia era que estos equipos se fueran achicando, ya que básicamente se trataban de teléfonos móviles.

Representaban una verdadera revolución porque podíamos hablar por teléfono sin estar anclados a un cable. Todavía los teléfonos públicos y las telecabinas cumplían una función importante.

Luego llegaron los teléfonos inteligentes (smartphones), que en realidad empezaban a dejar de ser teléfonos para, de a poco, comenzar a convertirse en computadoras pequeñas y portátiles.

La tendencia de achicar los aparatos se detuvo porque ahora lo que importaba era que la pantalla fuera más grande y la batería más chica, pero con más tiempo de duración.

Ya no era un celular, era un televisor, una cámara de fotos, un reproductor de videos, una notebook de bolsillo, un operador de videollamadas, un browser (navegador).

Nuevas generaciones

En medio de esta evolución los precios se volvieron más accesibles y cuando ya estábamos en plena 3G (Tercera Generación) casi cualquier asalariado podía comprar un celular.

Como ocurre con todas las tecnologías, primero surgen para las élites y luego el negocio se masifica, abaratando costos y, obviamente, mermando calidad y prestaciones.

Con la Cuarta Generación (4G), que apareció en 2011, se terminó de imponer la locura de la hiperconectividad, ya que la velocidad de conectividad convertía a estos aparatos en verdaderas computadoras, con más memoria y rapidez que cualquiera PC.

De la mano de las redes sociales, los juegos en línea y miles de aplicaciones empezaron a formar parte de nuestras vidas las 24 horas del día. Surgía la virtualidad, esa vida paralela que no traza fronteras con la realidad material, o que se entremezcla de una forma bastante caótica y hasta a veces esquizofrénica con la humanidad física.

Hoy existen incluso clínicas de tratamiento para los adictos a internet, como la lujosa Paradigm, en San Francisco, donde los millonarios estadounidenses mandan a sus hijos a desintoxicarse de las pantallas. Son niños y adolescentes que permanecen hasta 20 horas diarias frente a un celular.

El camino de regreso

Al revés que al comienzo de esta revolución cultural y tecnológica, cuando sólo los ricos y poderosos tenían celulares, hace unos años se inició una vuelta a la desconexión, justamente entre los sectores más pudientes e influyentes.

Algunas marcas, como la tradicional y pionera Nokia, relanzaron modelos de teléfonos básicos y limitados, que sólo permiten llamadas y mensajes de texto, para gente que por razones de salud mental, adicción o toxicidad necesita recuperar por momentos o durante algunos días su normalidad, regresar a la “vida real”.

Incluso hay algunas versiones de estos celulares “no inteligentes” que son de alta gama, más caros que un Iphone X, una especie de objeto de lujo o de culto, para magnates que quieren desenchufarse del mundanal ruido de la plebe.

Si toda la humanidad habita el mismo espacio, comparte el bullicioso amontonamiento virtual, siempre habrá alguien que quiera apartarse y recuperar su eje existencial, su serenidad, su libertad.

Como decíamos, hoy poder desconectarse es un privilegio para pocos, como hace cuatro décadas lo era poder conectarse.

El trabajo, las rutinas adquiridas, los amigos y familiares, los famosos “grupos” nos impiden a la mayoría desatender el “teléfono” a cada instante.

Poder sí, o poder no

Para ser libres hay que ser poderosos, porque hay que tener poder para prescindir de internet por algunas horas o algunos días.

Millones de personas perderían su empleo o arruinarían su negocio si apagaran su celular unos días o hasta unas horas.

Recuperar la conversación cara a cara, el roce, el abrazo, la concentración en una sola tarea, reencontrarse con el cuerpo o los cuerpos, permitirse respirar y mirar al cielo o cerrar los ojos sin un “bip bip” que nos interrumpa, que nos genere ansiedad o temor, es un objetivo importante y valioso que podemos plantearnos.

No se trata de abandonar todo e irse a vivir a la selva, sino de recobrar nuestra existencialidad física, vital y fascinante, de poder ser libres, o de tener el poder de elegir cuándo serlo.

Sentir pánico al descubrir que salimos de casa sin el celular es una prisión angustiante, una patología mental sin diagnóstico, un desorden de valores y prioridades.

Y ni hablar del consumismo injustificado. Gastamos fortunas en celulares de los que sólo usamos el 10% de sus prestaciones. El esnobismo del esclavo. Nos pavoneamos por quién tiene la celda más lujosa. Perdimos el rumbo en una sala de tragamonedas donde los adictos no diferencian el día de la noche.

Así como los magnates y los poderosos iniciaron una tendencia en los 80 con la conectividad portátil, ojalá ahora vuelvan a hacerlo con la desconectividad opcional, como hoy sólo unos pocos pueden hacerlo.

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