

El presidente, Alberto Fernández, reavivó durante su paso por Tucumán un larguísimo debate de la Argentina: el de la conveniencia de sacar la Capital Federal de Buenos Aires. Diferentes gobiernos y de distintos signos políticos avanzaron en mayor o menor medida con esta idea. Sin embargo, las sucesivas crisis por las que atravesó el país postergaron su realización.
“Todos los días pienso si la Capital no debería estar en un lugar distinto y venirse al norte”, señaló el martes en Monteros el jefe de Estado. De inmediato, la discusión se reinstaló. No obstante, vale la pregunta: ¿qué se persigue cuando se habla de mudar la capital del país y por qué nunca se avanza? Lo primero que debe entenderse es que una medida de esa naturaleza no puede ejecutarse de un día para el otro y que, previamente, debe ser puntillosamente estudiada. Ocurre que, de ejecutarse, generaría un impacto enorme tanto en el lugar que se abandona como en el que cobijará a la nueva capital. La trascendencia de la decisión no es menor, porque implica una descentralización a gran escala. Una Capital es la sede de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial de una Nación y en ella funcionan además todos los ministerios y buena parte de las instituciones públicas. También se emplazan allí las sedes centrales de las grandes empresas nacionales e internacionales, los principales bancos, las asociaciones profesionales y las centrales sindicales y empresariales. Esto grafica la envergadura de la propuesta que se discute.
Uno de los problemas troncales de la Argentina, según coinciden la mayoría de los especialistas e historiadores, es el gran desequilibrio en la distribución geográfica de su población: el 40% de los habitantes de este país reside en Ciudad de Buenos y provincia de Buenos Aires. Esto, comúnmente, se denomina “macrocefalia”.
De ahí que esta discusión que devolvió a la escena pública el Presidente no es novedosa, según recuerdan Dante Sabatto y Juan Ignacio Doberti en el trabajo “Las alternativas de descentralización del Estado Nacional: Elementos para su consideración”. De hecho, aunque el Proyecto Patagonia de 1986 es el más conocido plan de traslado de la capital, no es el primero. En su gestión, el entonces presidente radical Raúl Alfonsín fue quien más lejos llegó con su intento, al punto que la mudanza de la sede del Gobierno se convirtió en ley en 1987. El destino, en esa ocasión, sería las ciudades de Viedma y de Carmen de Patagones, ubicadas a orillas del río Negro, sobre el océano Atlántico, unos 700 kilómetros al sur de Buenos Aires. Luego, por diferentes presiones, falta de consensos con el peronismo y una crisis económica apremiante, el proyecto nunca pudo concretarse.
Mucho más atrás en el tiempo, antes de la declaración de la Independencia, los diputados de la Provincia Oriental habían llevado ante la Asamblea del año XIII el artículo 19 para que el gobierno nacional se instalara fuera de Buenos Aires. Ya en 1972, el gobierno de facto de Lanusse promovió el inicio de un plan de mudanza de la capital, aunque sin destino determinado. También como expresión de anhelo, en 2014 la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner propuso la mudanza de la capital a Santiago del Estero. No obstante, más allá de esas iniciativas, nunca se registraron avances.
En buena medida, esto se debe a lo oneroso de su ejecución. Aquel Proyecto Patagonia de Alfonsín, como costo inicial para instalar al poder ejecutivo, el Parlamento y la Corte Suprema de Justicia, demandaría unos 5.000 millones de dólares. Sólo para tener una referencia de la magnitud de estos proyectos, al 7 de diciembre pasado, las reservas netas del Banco Central eran de 5.801 millones de dólares. Es decir, más allá de los intereses económicos y de las pulseadas políticas electorales o circunstanciales que puedan enturbiar este debate, su concreción en momentos de incertidumbre económica y de situaciones sociales dramáticas, como las que atraviesa la Argentina, parece aún mucho más lejana.







