Donde existe una necesidad nace un decreto

Donde existe una necesidad nace un decreto

El discurso político se presenta como un manto de bonhomía que se tiende gentilmente sobre la población. Gente que ha decidido sacrificar su vida por el bien común, de forma desinteresada, caritativa, sencilla y honrada. Y que lleva una vida austera al servicio del prójimo.

Tal como lo define la etimología del vocablo bonhomía, una palabra que surge del francés bonhomme, una conjunción de bon (bueno) y homme (hombre).

“Te estamos cuidando”, repite la propaganda oficial y pareciera ser una síntesis acabada de este discurso “bonhómico” al que hacemos referencia.

En tiempos de pandemia la bonhomía política -siempre y sólo en el plano discursivo- se exacerbó exponencialmente, al punto que absolutamente todas las acciones y medidas administrativas se anunciaron y se justificaron con un único objetivo: salvar vidas.

Tanto de parte de los gobiernos que apostaron por las cuarentenas rígidas, la supresión de actividades y el aislamiento, como el caso de Argentina, que se ubicó en un extremo del péndulo con el encierro social más prolongado del mundo, como de países como Estados Unidos o Brasil, que priorizaron sus economías.

En la jerga populista y demagógica, dominante en la política argentina desde hace décadas, anteponer conceptos como economía o riqueza antes que la salud nos parece egoísta, individualista y materialista.

Al menos es la dicotomía que intentó imponer el gobierno para justificar medidas excepcionales, sumamente polémicas y discutibles desde el punto de vista jurídico y constitucional, que para colmo fracasaron, ya que ubicaron a la Argentina como el décimo país (sobre 197) con más fallecidos por coronavirus por cada millón de habitantes.

La economía, ese término que en esta parte del mundo se vende como un concepto frío, codicioso y egoísta, no es más que el engranaje que mueve los distintos medios de subsistencia. Es decir, en el plano de lo real está por encima de la salud, por una razón muy simple, aunque a los demagogos les encante enredarlo: si una persona no come no podrá estar sana. Lo mismo que si no puede abrigarse, dormir bajo techo o comprar medicamentos.

En Argentina no comimos, nos empobrecimos, perdimos nuestros empleos, nos angustiamos y deprimimos gravemente y encima integramos el top ten mundial en cantidad de fallecidos.

Nos cuidaron exitosamente.

Licitus o no licitus

El fin justifica los medios. Frase que se aplica en política, negocios y en debates éticos. Aunque puede hacerse extensiva a otras disciplinas, como el deporte o la ciencia.

Significa que si el objetivo final es superior -como la salud pública-, cualquier medio es válido para conseguirlo.

En el amor, ese concepto ha sido motivo de dolorosas tragedias. Muchos femicidios, por ejemplo, son producto de este razonamiento.

Se le atribuye erróneamente al filósofo italiano Nicolás Maquiavelo, por un motivo bastante curioso y hasta divertido, si se quiere.

Es que la escribió de puño y letra Napoleón Bonaparte en la última página del libro El Príncipe, que pertenece justamente a Maquiavelo.

Pareciera ser una reflexión o una conclusión de Bonaparte cuando terminó de leer ese libro. Antes de Bonaparte, el jesuita alemán Hermann Busenbaum escribió en un manual de teología moral, en 1650: “Cuando el fin es lícito, también los medios son lícitos” (cum finis est licitus, etiam media sunt licita).

Esta es la ley suprema de un Estado groseramente ausente desde hace décadas, cuya maquinaria político-económica no para de generar pobreza, y donde la culpa siempre es de un tercero: las multinacionales, los medios hegemónicos, la oposición, el campo, el precio de la soja, el clima, el capitalismo, la dictadura…

Un Estado omnipresente y opresor en materia impositiva, donde no hay un solo argentino que pueda cumplir con el 100% de sus obligaciones tributarias, y por eso se sigue huyendo hacia adelante y creando nuevos impuestos. Pero es un Estado desaparecido en sus funciones básicas, como promover las condiciones óptimas para la creación de empleos reales. La única fórmula probada para generar riqueza y mermar la pobreza.

Frente a este fracaso, por un lado se impone la ley del fin justifica los medios, lo que permite saltar de una improvisación a otra y tapar los groseros errores políticos, económicos y sanitarios, y por otro lado se nos presenta el interrogante de una extendida falacia, el de la meritocracia.

Si el Estado no me cuida, entonces debo cuidarme solo, una concepción que no es tan grave en países más libres y desarrollados, y menos paternalistas, unitarios y populistas.

La mentirocracia

Ni la cultura de la dádiva, ni la cultura de la meritocracia. Otra de las tantas grietas que dividen a los argentinos.

Por un lado están los que defienden fervientemente el eterno plan social sin contraprestaciones reales, y por otro los que suponen que el progreso es fruto únicamente del mérito personal.

El concepto de meritocracia, que hoy se plantea casi como un axioma sociológico, fue acuñado por primera vez en un libro de 1958 por el sociólogo británico Michael Young, “The Rise of Meritocracy” (El Ascenso de la Meritocracia), que es un ensayo de ¡ciencia ficción!

En ese libro, Young describe una sociedad distópica en un futuro imaginario del Reino Unido, en la que la inteligencia y el mérito se han convertido en el principio central de la sociedad, lo que venía a reemplazar a la sociedad estratificada, dividida entre una élite merecedora y dueña del poder, y una clase baja desfavorecida y postergada.

Young satirizaba el sistema tripartito de educación pública británica de ese momento, que consistía en que los niños con mejores notas accedían a una mejor educación.

Este sistema fue abolido en 1976 y reemplazado por un sistema de educación integral, luego de que se demostró que el orden de mérito escolar generaba más desigualdades.

Es decir, el autor del término se reía de la meritocracia, en un ensayo ficcional, pero el concepto acabó imponiéndose con un significado contrario al original.

Antes de Young, aunque sin usar esa palabra, Max Weber escribió en “Economía y sociedad” (1922) que “los grupos dominantes tienden a justificar la legitimidad de sus privilegios al considerarlos resultado de su propio mérito”.

En su tésis doctoral en Historia Internacional del Centro de Investigación y Docencia Económicas de México, Giovanni Villavicencio describe el ensayo “The Meritocracy Myth” (El Mito de la Meritocracia), de 2004, de Stephen J. McNamee y Robert K. Miller.

“En contraste con los países europeos que eran gobernados por aristocracias hereditarias, la ilusión del sueño americano sostenía que en los Estados Unidos los individuos podrían lograr lo que se propusieran mediante su esfuerzo”.

Los autores argumentan que la idea de la meritocracia está asociada a la noción del sueño americano, dado que se creía que el éxito profesional de las personas dependía de sus habilidades y talento. Sin embargo, demuestran en ese ensayo que en EEUU la distribución de la riqueza está más basada en la herencia que en el mérito. Chau mérito, el sueño americano son los padres.

El concepto actual de meritocracia plantea que todos los individuos pueden alcanzar una movilidad social ascendente si se lo proponen.

En su tesis, Villavicencio concluye que “los individuos de mayores ingresos tienden a subestimar los privilegios con los que nacieron, justificando su éxito profesional como resultado de su propio esfuerzo”. Y agrega: “La creencia en la meritocracia también está muy presente en las mentalidades de las personas de bajos ingresos. Lo que resulta paradójico al considerar que rara vez pueden alcanzar una movilidad social ascendente”.

En definitiva, si por un lado la meritocracia es ciencia ficción y está científicamente probado que el éxito depende primero del hogar donde nacimos y luego del esfuerzo, y si por otro lado el Estado no logra generar los mecanismos compensatorios de las desigualdades de base, y por el contrario produce inflación y pobreza, el diagnóstico es el país que tenemos, quebrado y endeudado.

El fin justifica los medios. Desde los cepos económicos hasta los pases sanitarios, pasando por una amplia lista de excesos estatales en manos del caudillo de turno.

La pandemia no fue la causa, fue el pretexto. Al ritmo que va, con un DNU cada 5,5 días, Alberto Fernández culminará su mandato como el presidente que más decretos firmó en la historia argentina.

“Cuando el fin es lícito, también los medios son lícitos”.

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